caldo de pollo

Caldo de pollo

A pocas personas he conocido con las que he podido entablar una relación tan estrecha en pocos minutos. Georgina era una de esas. La conocí en el mercado mientras almorzaba en los agachados. Serían los once de la mañana cuando yo apuraba mis pasillas rellenas de queso con tortillas a mano recién hechas. Ella estaba de pie a un costado de mi espalda. Apenas si la miraba por sobre el hombro. De tanto en tanto se balanceaba, daba un par de pasos de un lado a otro, impaciente. La banca larga y destartalada que nos sostenía a todos los comensales estaba llena. Las mesas dentro de la fonda también.

Georgina no era la única, más personas esperaban. De pronto mi compañero de asiento terminó sus chicharrones en salsa verde, pagó y dejó libre el espacio que ocupaba. Sorprendentemente ella dio un salto y se paró sobre la banca atrayendo la mirada de todos los presentes, incluido yo que la tenía a escasos centímetros. Después flexionó sus rodillas lentamente hasta quedar en cuclillas sobre la banca. Era gracioso, al menos para mí. Las caras de algunos iban del estupor a la reprobación. Bajó cada una de sus extremidades hasta quedar sentada. Sus brazos rozaban con los míos a cada cucharada que cogía del exquisito jugo de mis pasillas. Aun con todo el espectáculo que ejecutó, del cual algunos seguían absortos, yo continuaba acometiendo bocado a bocado mi platillo. No recuerdo lo que ella pidió, pero al cabo de un par de minutos también estaba embistiendo su plato.

Pedí un champurrado para quitarme el sabor de mis pasillas y de la nada comenzamos a hablar. Me dijo, dime Gina y comenzamos hablar de comida, sospecho que el tema se debió a que ya estábamos en eso. Le confesé mi afición por el caldo de pollo y ella me dijo que prefería llamarle caldo de gallina. Mencionó un sinfín de formas de preparar el caldo de gallina. Me quedé sorprendido de escucharla y más cuando me dijo que todas esas recetas las sabía hacer. Obvio, no le creí. Reímos. Después de alguna manera que no tengo clara aún, me invitó a su casa. Salimos del mercado rumbo a la estación del tren. Pasamos la vía y nos internamos en barrios cada vez más solitarios. Tomamos una vereda sobre la cual encontramos algunas casuchas improvisadas cada diez o quince metros. Durante el trayecto ella se agachaba aquí y allá de tanto en tanto, a recoger no sé qué cosas y se las echaba a la boca. No dejaba de hablar de las recetas que sabía preparar ni cuando se agachaba. Aseguraba que ésta o aquella receta me encantarían. Debo confesar que la caminata y su minuciosa descripción de los caldos de gallina que decía preparar me sacaron el hambre, de las pasillas no me quedaba ni el sabor.

La vereda era cada vez era más estrecha. Caminaba tras sus pasos y debido a sus constantes pausas más de alguna vez estuve a punto de arrollarla. Sólo se detuvo para señalar su casa que estaba al final del camino. A partir de ahí sobre nosotros aparecieron muchas gallinas, gallos y pollos. Una quinteta de pollitos se arremolinaba sobre los tobillos de Gina. Ella los tomaba y los llevaba a su boca. Los pollitos esculcaban con su pico la boca de Gina, luego ella los regresaba al piso. Su casa también era una choza improvisada. Entramos. La casa era una pieza de no más de cinco metros cuadrados, más de la mitad era cocina, una cuarta parte era ocupada por una mesa larga y angosta, con dos sillas en cada extremo y en un rincón estaba un bulto de telas que no supe distinguir  si eran colchas, ponchos, sábanas o todo junto. Señaló el bulto diciendo que ese era su dormitorio. Obvio, no le creí. Reímos. Ni tarde ni perezosa Gina salió de la casa-choza para tomar una gallina. Me senté a esperar fijando mi mirada en el bulto de harapos en el rincón. Volví a reír.

Sobre la mesa desfilaron varios caldos de gallina. Realmente era impresionante la sazón. Venía una y otra vez con dos tazones, ponía el mío frente a mí, luego recorría la mesa para sentarse en el otro extremo a comer el suyo y reíamos. No recuerdo cuántos debí haber comido pero mi panza en verdad comenzaba a dolerme. Se lo dije e insistió en que comiéramos uno más. Hice el esfuerzo y ella regresó campante con otro par de tazones. De nuevo era exquisito, alucinante.

Serían las seis de la tarde, el sol comenzaba a bajar, no pude más y me disculpé. Su rostro se tornó oscuro, gris. Parecía triste. Hice un verdadero esfuerzo por levantarme, sentía el estómago exageradamente lleno, casi a reventar. Con todo y pena me desabroché el pantalón. Ella me guió hacia la puerta. No recuerdo qué palabras nos dijimos al despedirnos, tomé la vereda de regreso.  A medio camino no pude más y depuse. Unos cuantos pasos más volví a deponer. Al llegar a la vía sudaba frío. Me senté sobre los rieles que aún guardaban algo de calor en su metálica estructura y me pareció un alivio para mis escalofríos. Sentado como estaba, las convulsiones volvieron y volvía vomitar. Tallé mi boca sobre el hombro para secarme las comisuras. Miré hacia arriba, comenzaba a pardear. Mientras miraba el cielo plomizo, de reojo miré que algo sobre mis hombros se movía. Traté de mirarme el hombro derecho forzando mis ojos al extremo, tanto que me vino un mareo. Baje la vista y no pude evitar mirar el vómito. Lo miré fijamente. Al principio pensé que era el efecto del mareo lo que me hacía ver que algo se movía entre el amasijo de pollo, bilis y verduras. Sacudí la cabeza y volví a mirar. Sin duda se movían, apenas perceptibles, una considerable cantidad de diminutos gusanos blancuzcos. Sacudí mis hombros tomando la manga de mi playera. Cayeron al piso más gusanos. Me levante de un salto. Miré hacia todos lados. Estaba solo sobre la vía del tren, no había nadie más allí. Retomé el camino, ahora sobre aceras con banquetas y casas bien construidas. Pasé por el mercado sin detenerme. Cuando llegué a casa me dirigí al refrigerador, tomé una jarra de agua helada, me la empiné hasta terminarla. El hielo me entumió la cabeza produciéndome un dolor extraño. Me fui a la sala, me tiré en el sofá, encendí la tele y a los poco minutos me entró un hambre voraz.


Publicado el

en

Autor: