El trío de músicos se ubican frente aquel hombre con cara triste y cerveza en mano. El agua corre llevando hojas secas que los árboles desprenden repetidamente a fuerza del aire, muchas se asientan en la poca profundidad de aquel manantial que corre a faldas del cerro.
El hombre sentado escucha sin mirar a los músicos que se desgastan en cada canción, tiene la mirada en un punto lejano, da sorbos a la cerveza en botella para luego volver a esa lejanía donde intercambia mensajes en silencio. Su mirada se pierde en el agua, los árboles, las mesas de plástico, los alegres bañistas.
Los tres músicos, maduros todos, arremeten con más enjundia los instrumentos musicales -un tololoche, una guitarra y un acordeón-, como queriendo atrapar el ánimo de su pensativo cliente, las canciones hablan de amores no correspondidos, se intercalan entre ellos la voz cantante como parte del arreglo. El del tololoche hace girar el abultado instrumento tomándolo con una mano de la parte superior mientras que con la otra da vueltas y rasca las cuerdas al mismo tiempo, es parte de su show; el de la guitarra, un tipo flaco y encorbado sin moverse tiene fija su vista en los dedos que rascan una y otra vez las cuerdas y el del acordeón, un tipo más joven que ellos dos mira hacia todos lados sin margen de equivocarse.
Mientras ellos cantan, el aire se contagia de gritos de niños, pláticas de familias, música saliendo de aparatosas bocinas portátiles.
En aquel lugar hay ojos que observan, manos que agarran llantas salvavidas, pies descalzos que deambulan sobre el piso arenoso, olores a carne asada, guayabas podridas hule quemado viniendo del sur, cañería destapada en los baños semi cerrados.
Uno de los músicos canta a grito abierto, se bate con el aire que se lo lleva todo.
El agua corre en su propia corriente huyendo antes que los rayos del sol acaben con su frescura.
Las canciones siguen entrando a los pensamientos de aquel hombre frente a un montón de botellas de cerveza vacías, en cada canción hay un gesto suyo atrayendo miradas y susurros cerca de su mesa. Los músicos le observan y siguen tocando.
Terminada cada canción y solicitada la siguiente da sorbos de cerveza y en su rostro se refleja el ánimo, pero a la mitad de la cantada, adquiere un aspecto melancólico, adolorido.
Las mesas y sus comensales tienen puesta la vista en la corriente del agua, comen, beben o duermen sobre hamacas amarradas de los gruesos troncos de árboles, mientras el bullicio se intensifica a ratos, este domingo de río, para uno es de puro recordar.