Tenemos caldo de res, caldo de pollo, albóndigas, tatemado, pollo en mole; la chica enumeró el menú mirándome a la cara y de vez en vez regresando al letrero en cartulina fosforescente amarilla pegada en la pared con cinta; pasillas rellenas, birria, y para tomar tenemos refrescos y agua de piña.
Duré unos segundos antes de elegir qué comer, el reducido espacio obligaba a mantener mesas y sillas muy juntas unas de otras.
Eran pasadas las dos de la tarde, había caminado por el centro de Colima y mis pasos me llevaron al mercado Obregón, los locales abiertos a un público que a esa hora era como cualquier día normal, la mayoría de personas portaban cubre boca, antes de elegir comer ahí, caminé observando los puestos de ollas, jaulas, estropajos de enredadera, bules, piñatas, molcajetes, braseros, tinajas, tinas de aluminio, hasta dar con los de frutas, verduras, lácteos, carnicerías, en cada puesto la misma invitación con diferentes timbres, pásele joven, qué va a llevar.
Me sirves un tatemado, le dije y me fui directo al pequeño lavamanos, tomé del frasco de plástico un poco de detergente en polvo ya remojado y lavé mis manos, un trapo sucio colgaba de un clavo para secado de manos el cual ignoré por escrupuloso, di un paso y me senté a esperar mi plato, sobre una mesa alargada había anchas cazuelas de aluminio con tapa, en la esquina al parecer un quemador porque salía vapor y arriba de éste una repisa, un oso de peluche amarillento con capas de grasa olvidado ahí por quién sabe quién, observé el angosto lavadero, el refrigerador de Coca cola y un montón de rejas con refrescos de varios tamaños, sobre una mesa el agua fresca de piña en un olla de peltre sudaba frío.
Una mujer con una tatuaje en forma de un corazón atravesado con una flecha en su brazo izquierdo se me acercó muy amable, orita le hago unas tortillas joven y se puso a hacerlas, a ratos llegaban olores a incienso, a pescado, a albahaca, a pinol, a pan horneado, combinándose con los guisos de las demás fondas, mi platillo llegó justo con dos tortillas en una charola de plástico tapada con servilleta.
Una mujer, acompañando a un señor con bastón y un niño de escasos seis años preguntó por el menú, tomaron asiento cerca de mi, a cada tortilla, la mujer se acercaba a preguntar, le hago una o dos?, una está bien, contestaba yo señalando con los dedos de mi mano derecha por estar entrado en mi tarea, el ruido de la calle entraba con los gritos de vendedores, la televisión, la música saliendo de grabadoras, la llorata de niños, en un exhibidor de vieja madera unos papayos de un color llamativo contrastaba con el verde de guanabanas, sandías, el rosado de los melones, mi olfato identificó difícilmente sus propios olores.
La calle estaba soleada cuando salí del mercado, serían las tres y cuarto y hacía bastante calor.