La cumbre de tu vientre es una fruta envenenada,
el sándalo permutado por oro, la mancha, pienso en llamas,
la arena incrustada al fondo de la sandalia,
es el borde elegante de la gema
que corta los dedos,
y es incluso el paso bajo el arrullo del oro;
pero como todo fruto, la lengua satisface
el tacto en la proximidad de su cauce,
tanta la piel como tanta el hambre,
basta una gota de vino ácido para aniquilar el día,
una alteración geométrica que dentro de su superficie
encierra los ojos que la descubren.
Esa sal se me pega en el paladar
donde las lenguas pueden encontrarla
en su frugal marea de senderos encrespados,
ahora tangibles como la espina
que antecede la rosa,
ahora la espiral del botón donde se esconde
la simiente;
estas ofertas son una treta inteligente
para que el eclipse de tus corales extensos
se abra camino en un interior lumínico,
peces y barcos que duermen en la arena,
hoy ojo de coronas bajo estrellas bicéfalas,
mañana el acto generoso de vivir
sin que el rencor los atrape;
sientes como la vanidad es esa pequeña serpiente
que sabe cómo doblarse para ser infinita,
en la casa no quedan tabiques ni huellas de paz
que hayan mellado su profundidad,
ahora el sonido para que crezcas en la maleza
que desciende por los costados
hasta ser una negrura enternecedora
que invita al filón de las horas desperdigadas,
¿sabes acaso qué tan gruesa es la daga
que se requiere para atravesar la lengua?
Yo diría que es un filamento candente
que cabe en tu boca,
y que se ilumina dentro de esta borrasca
de éteres
que emergen del colapso violento
de las gravedades donde provenidos;
me urge el deseo de clavar los dientes en la carne
para que la cicatriz sea una memoria asible
de las extensiones en que las manos se aprietan,
el nudo alrededor del cuello
que nos conecta como un cordón umbilical
incuestionable de la misma tranquilidad.
Si te regalo una diadema de fuego
¿serías tan amable de ponértela?,
si te ofrendo esta venganza de la voz,
¿serías indiferente de las renuncias
a las que el mar llega?
Yo no me entusiasmo en la promesa,
dejo que la saliva escurra cuan desagradable es,
tiñendo la piel con runas inapropiadas;
el alfabeto de los centauros me precede
con su peste animal por delante
y eso es todo lo que te ofrezco,
la brutalidad de la bestia que se encierra
en su rito fabricado,
un puño de piel tras la lengua de obsidiana
que abre tu cuerpo por el centro que refulge,
por la íntima diversidad del hueco
por las que palpo tu humedad hermética
y que compite para desgarrar los bordes
de tu muerte que me complace lastimar
con la ternura vacía del tacto que nos reconoce.