Llevaba un niño de brazos. Había perdido la cuenta de cuánto tiempo había caminado entre el mar de gente. Ya no sentía más que un entumecimiento, como si su único objetivo desde que empezó el trayecto fuera aguantar el cansancio y luego el dolor, para con ello olvidar todo lo que llevaba perdido.
Por ratos había luchado con el niño, que quería desprenderse, bajar, acomodarse, aunque después, como si hubiera entendido la clase de circunstancia tremenda por la que atravesaban, se había quedado quieto, alerta, dejándose llevar.
Hacía frío. A los lados del camino se veía la costra de tierra que se quedó sin labrar. Otros que llevaban el mismo paso comentaban entre sí que faltaba un día para llegar a la frontera. Un día más para depositar a su hijo en un lugar seguro
y no morir.
Por segunda vez en el trayecto, una joven se acercó a preguntarle si no quería que lo ayudara con el niño. Iba con su familia: padre, madre, otros niños; cada uno llevaba una mochila, alguna cosa que no había querido dejar atrás, en tanto él sólo
llevaba lo puesto.
El hombre aceptó esta vez.
Apenas le fue quitado el peso, y luego de que la sangre corriera de nuevo por su cuerpo, sintió como si una avalancha de tierra cayera sobre sus piernas y brazos.
Por un instante se mareó y disminuyó el paso.
Al abrir los ojos, no pudo identificar, entre la larga fila de cabezas cenicientas que, menos apretada, continuaba la marcha, el recorrido sin fin, a la muchacha y a su hijo. Fue como si un golpe de sangre en la cabeza lo cimbrara. Pero luego de un instante en que todo se detuvo, vio aparecer la cabeza de la joven más adelante y respiró con alivio. La joven miraba de perfil mientras caminaba, inclinada para hablar con uno de sus hermanitos. Casi intuyó una sonrisa.
Su niño estaba alerta y jugaba con el cabello de la joven. Luego volteó para mirarlo; lo miró tan seriamente…
Como si se hubiera asomado a un pozo que le permitía ver el porvenir, el hombre comprendió.
Se detuvo. La caravana seguía su marcha, su huida interminable hacia el campo de refugiados fuera del país. Las personas lo esquivaban. La mirada de su hijo se distrajo en jugar con aquella trenza.
La cabeza de la joven y la cabeza tan amada se perdieron entre las otras cabezas cenicientas.
Dio la vuelta. Frente a sus ojos se veían columnas de humo sobre la ciudad siempre en llamas, ahora tan lejana, y hacia ella, a contracorriente, se dirigió.
Cintia Calderón B.
(Ciudad de México, 1980) estudió Letras en la FFyL, de la UNAM. Desde hace varios años, se dedica a la edición de libros de texto y de literatura infantil. La columna forma parte del libro de cuentos Mínima Mundana publicado por la Editorial Ultramarina C&D en 2023.