“Mala suerte acostarse con fenicias“
Gonzalo Rojas.
Confieso que me he acostado con una fenicia en Cozumel.
¿Qué hacía una fenicia en el caribe?
La encontré sola, parada allí en la arena,
inmóvil e intacta como una sombrilla olvidada
bajo la bruma de una noche de eclipse lunar.
Así que fui hacia ella, y a escasos dos metros
atreví un saludo,
mi voz sonó lacónica e inocua.
Sin embargo, la fenicia se volvió hacia mí
y sus ojos de gata en celo me fulminaron
y sin más vino y me besó.
Sus labios sabían a mar
y su piel cálida hecha de arena del
desierto me erizó el alma.
Así que la llevé a mi habitación.
Apenas entramos,
cual elástica y flexible puso su pie derecho
sobre mi pecho sometiéndome contra la cama,
y con los dedos de la mano izquierda,
escribió con sangre de sus uñas reventadas,
en la pared más cercana a ella,
unos jeroglíficos indescifrables.
Después comenzó a ejecutar
una danza de contorsiones imprecisas,
entre el paroxismo y el exorcismo.
Y de repente atacó mi cuerpo,
felina y frenética hizo trizas mi virilidad
y comió de mí hasta que mi estallido y su alarido hicieron
que la isla comenzase a navegar,
sin timón ni bandera, mar adentro,
apenas iluminada por una luna roja
cual brasa ardiente
en una bóveda profunda, oscura y hueca.
Todo acabó cuándo el sol me develó una playa solitaria
y yo, un crustáceo roto y ajado,
me revolvía en la arena tratando de entenderlo todo.
De la fenicia sólo quedó su olor a terracota y sal
desparramado en mi cuerpo.
Y a mi costado izquierdo un pez dorado, grande y
moribundo, que me suplicaba,
con sus ojos desorbitados, lo devolviera al mar.
Yo decidí ignorarlo,
tuve el presentimiento que una vez en el agua
se convertiría en la fenicia.