La ladera por Daniel Salinas Bassave

La ladera

La ladera siempre estuvo ahí: calva, yerma, habitada por la nada. Tierra mostrenca, periferia baldía. Uno o dos  tejabanes de pepenadores, cuervos prófugos y  ardillas escuálidas conformaban el paisaje.

Durante los 18 años que llevamos viviendo aquí nunca hubo mucho más que el matorral.  La loma permaneció como una región límbica hasta el día en que la inmobiliaria arrojó su tentáculo sobre ella.

En cuestión de semanas el paisaje cambió radicalmente. Pelaron el monte, aplanaron la tierra, cavaron pozos, montaron laberínticas tuberías y esta semana han empezado a levantar los muros. Ahora ha  llegado el momento de cimentar y marcar los lotes.

Economizar es la palabra clave. El arte de edificar al mínimo costo posible. Por mano de obra barata no hay que preocuparse: sobran en cañadas y laderas tijuanenses potenciales albañiles dispuestos a aceptar una raya semanal mínima.

Los mil y un recién llegados de la miseria sureña, varados a perpetuidad en tejabanes  de llanta, lámina y cartón, pepenando empleos de hambre  en lo que materializan su siempre postergado sueño de cruzar la frontera,  vendrán a construir las casas en las que nunca vivirán.

La inmobiliaria sabe bien dónde encontrarlos y qué ofrecerles para poder levantar cientos de viviendas  con el menor número posible de manos. La inmobiliaria nunca invierte a ciegas ni arroja un solo centavo a fondo perdido. Si ha decidido apropiarse de un cerro yermo es porque sabe lo caro que puede venderlo.

Sus estudios de mercado no mienten. En Tijuana hay varias decenas de miles de matrimonios jóvenes con ingresos medios que no cuentan con una casa propia. Pronto brotarán cientos de nuevas viviendas.

Camino con Iker por los alrededores y le sugiero que memorice esta imagen que durará tan poco. Cuando llegamos a vivir aquí en 2003 éramos una suerte de isla de Robinson Crusoe y así permanecimos mucho tiempo, pero hoy en el entorno sobra el cemento y la maquinaria.

Imagino las familias que aún no se forman y que dentro de unos años vivirán ahí, los niños que aún no nacen y contemplarán los mismos atardeceres que nosotros aunque su marco  urbano será harto distinto.

Imagino los mil y un microcosmos, los castillos de aire, las pequeñas epopeyas cotidianas y los infiernos individuales que impregnarán cada una de estas calles que aún no trazan. La ciudad en perpetua metamorfosis, multiplicándose y devorándose a sí misma, acaparando un ciclón de destinos, un tornado de almas.

Al parecer lo único que permanecerá inmutable será la postal del Pacífico con las Islas Coronados dibujando la línea del horizonte, la misma que contemplaron los yumanos y el capitán Cabrillo hace cinco siglos y la que mirarán muchos años después los seres del mañana  cuando de nosotros no quede ni el recuerdo,  aunque ya tampoco estoy tan seguro.


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