La Negra Perlaza

Me lo contaron.

Por ahí delante de un aguardiente…

A las cuatro de la mañana el río Santo Domingo empieza a desperezarse y cual amantes furtivos se separaran la bruma y el agua. En su huida la huella plateada del rocío delata su pasión dejando gotas de evidencia sobre las flores del monte y los pastizales de las orillas.

La niebla corre espantada, pues el sol siempre se levanta furioso a chamuscarlo todo, a querer quemarlo todo. Es un Sol celoso del agua, de la garza, del pescador y del viento.

A lo lejos ya las canoas, las atarrayas y los canaletes están en la ciénaga. Su esfuerzo es temprano, antes de que el calor intenso llegue, les da la ventaja de la primera luz en el abanico de su atarraya al aire y en su chinchorro abierto.

Selva adentro, las trochas del machete abiertas por el odio, la ignorancia y el dinero fácil. Botas de cuero, botas de caucho, dejando huellas que buscan la guerra como dice Pablus.

Los senderos que transitan los románticos, los frustrados, los de la oportunidad, los desesperanzados, los paupérrimos, los ambiciosos y los egoístas. Los esclavos del fusil y del dinero. Un día paramilitares y al otro guerrilleros.

Sólo los distingue el escudo, el brazalete o el destino de su odio.

Mataron a mi papá, se llevaron a mi hermanito…

– ¡Que vivan Fidel, Chávez, Uribe!

– ¿Quiénes son esos mijo? – ¡Yo no sé mamá pero que vivan!

– ¡Que mueran la injusticia y la pobreza!

– Pero para eso necesitamos ajusticiar y quitarles la plata, necesitamos camaradas, lanzas, parces.

– ¡Que viva la Patria! – Los que no piensan bien, son los malos.

– ¡Tan malos que piensan que los malos somos nosotros!

– ¡Patria o muerte!

Alias El Cucho dirige la escuadra. Son veinticinco hombres. Llegan al caserío de La Carolina.

Cierra la fila alias Pecho ‘e Culo, el comandante de la columna y dos camaradas entran primero al sitio vestidos de paisanos y desarmados a ver si el enemigo ya se fue. “Se acabaron de ir nomás ésta mañanita” les dice Otto el del kiosco a los tres que se sientan en la mesita de afuera.

– Peguntaban por Cucho y Pecho’eculo; les dice Damaris.

– Se estuvieron tres días, por eso no les podemos ofrecer cerveza. La que no se tomaron se la cargaron en las dos mulas de la negra Perlaza, la hija del difunto don Prudencio.

– ¿ La negra culona? ¿La bonita?

– Esa mesma señor; le tocó bailar con todos, no la dejaron dormir, se la comieron como cuatro o cinco, sólo los jefes. A los demás no los dejaron tirar. Salieron madrugaos y amanecíos por que les llamaron pu’el radio.

– Traigan a la negra y mande al pelao ése de camiseta amarilla hasta el yucal y que desde allá grite que pueden entrar, para que lleguen los otros.

– Mande dos canoas a Gallinazo por cerveza.

En media hora llegaron todos a la tienda del pueblo, descargaron morrales sin soltar los fusiles, hasta que aseguraron el perímetro.

Allá estaban siempre en La Carolina Otto y Damaris su esposa, llegaron diez años atrás , desde el Tolima, llegaron como todos los colonos, porque les dijeron que en Santo Domingo había oro. Le huían a la pobreza, el esposo de Damaris al cansancio de no tener nada y de trabajar para otros. Pero la razón más pesada de todas es…

– ¡A usté qué hijueputas le importa sapo, regalao, preocúpese por su culo! ¡Que yo veré por el mío!

Así contestan cuando indagan la vida privada de un colono o un aparecido.

Obviamente tienen su historia de dolor, porque todo el que se va a vivir en ese hermoso infierno de la selva de brutos, micos culebras, zancudos y oro, es un frustrado y es un suicida.

Todo el que se mete a la manigua a vivir es porque no tiene nada que perder. Es el más valiente de los cobardes.

“O me paro o me jodo” y revuelcan ese monte buscando el tal oro y llegan primero los geólogos, los rumores, el gobierno, más rumores, la Guerrilla mas rumores, el lumpen y los rumores y me lo dijeron y revolcamos y las putas, la gonorrea, la Sífilis y la guerra, la mariguana y el bazuco, galones de milanta, ácido sulfúrico y penicilina, gasolina, aguardiente, el mercado, los vallenatos de Diomedes y todos los invitados de la miseria, la pecueca paramilitar y la chucha militar.

Arribó Marcela Perlaza, mandada a llamar. Venía en sandalias de caucho con pelo mojado, una blusa pegada que fue blanca alguna vez y un bluyin recortado hasta donde empiezan las nalgas.

Era una prieta alta e inmensa que no le envidiaría el cuerpo a ninguna de su especie, con unas tetotas de balón de basquet que desafiaban la gravedad y unas nalgas independientes con vida propia que guardaban un volcán de ganas para cualquiera que la mirara. Definitivamente ponía al más pintado en pie de guerra.

Cucho se levantó cuando la vio llegar y le metió un arepazo con la mano abierta y templada cuando ella todavía se le reía pensando que la iban a abrazar para saludarla.

El guerrillero la tiró al piso del golpe y la levantó a patadas mientras le gritaba:

– ¿Qué le dije negra malparída, ah?

– Que no se dejará ver… O fue que se le olvidó ¿ Ah?

Y despues de cada “¿ah?” le metía un patadón donde le cayera, hasta que el mercenario se cansó de golpearla. Pidió una botella de aguardiente y se sentó a jadear.

Todos los mineros de La Carolina salieron de las carpas y cambuches al oír los gritos de Marcela Perlaza y los insultos del cobarde.

Otto nunca miraba a los ojos a nadie. Su instinto de supervivencia le había enseñado a ser comunista, anticomunista, liberal, conservador, paraco, narco, hampón, garulla y pirobo. Según la visita.

¿El secreto? Nunca reírse por todo lo que oyera ni reírse con nadie de nadie, tenía una maestría en evitar conversaciones, manejar borrachos y nunca hablar ni bien ni mal de nadie de acuerdo al visitante.

Era un genio de la diplomacia. Sólo clavaba una mirada con media sonrisa a la hora de cobrar la cuenta. Pero si tenía que apuntar un vale, después no lo mencionaba sino que decía “son cincuenta mil pesos con lo del tres de Marzo”. Sólo mostraba el papelito si había dudas.

A la muchacha la amarraron a una mesa recostada abrazando la tabla. Pecho’e culo mandó traer leña y hacer una fogata y pidió a gritos una parrilla de asar carne y la trajeron al instante.

La gente le tenía terror pues ya lo conocían. Sacaba un revolver grandísimo que cargaba en la parte de atrás del cinturón y mataba al que estuviera cerca nomás para que le corrieran.

Se sentó a mirar la candela, pidió bebida y comida para la tropa. Era el segundo al mando. Se levantó de la silla y paseando entre la gente reunida les dijo…

– Nos encontramos en consejo revolucionario para dar ejemplo y alertar a todos los que ayuden al enemigo y colaboren con ellos.

A ésta negra desgraciada se le advirtió que no se dejara ver, que no se pusiera a darles y a repartirles el sieso a los de ningún grupo cada vez que viniera el enemigo ¿Y qué hizo? ¡Bailar cuca toda la noche! Fraternizar con el enemigo y pasar información.

Acto seguido, se quitó el cinturón de cuero y le dio con la correa hasta que se cansó, deveras se cansó. Tomaba aguardiente, sudaba, insultaba.

Miró la parrilla caliente, sacó su afilado cuchillo, trozó el pantalón recortado de la joven amarrada y le corto un pedazo grande de su nalga la abrió como se abre un lomo de res y la puso a asar en la brasa, impávido, ante los gritos de la joven que se oían hasta el recodo del rio y acallaron la selva, hasta el desmayo de la negra.

El carnicero engulló la carne, despacio, cortando con el filo trozos masticables, bajándola con tragos de aguardiente y música del radio.

– Vamos mi amorcito que te llevaré al décimo quinto festival en Guararé. Cantaba Alfredo Gutierrez en la voz del Guatapurí.

La negra no se volvió a despertar.

Se desangró de dolor, se desangro de sangre triste, se desangró de inocencia, se desangró de odio, se desangro de Colombia.

Se desangró de nosotros.

Tampoco volveremos a despertar.

Radio Guatapurí les da la hora.

“Son las diez y más n’a”.


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