Ellos ya no viven, posteaban. Respiraban en stories, comían en selfies, pensaban en captions. El mundo real era solo un fondo borroso detrás del filtro. Se querían mucho, pero solo si había buena luz y más de cien corazones rojos en menos de una hora.
Ellos no hablaban: comentaban. No escuchaban: reaccionaban. Lloraban con emojis, reían en gifs, y se indignaban en hilos que olvidaban al día siguiente. Se desvelaban contando seguidores, como si eso fuera una forma válida de medir el amor propio. Spoiler: no lo era.
Todo era contenido. El café, la tristeza, el perro, la protesta, el cuerpo, la muerte ajena. Si no estaba en la pantalla, no valía. Si no se viralizaba, no existía. Vivían con ansiedad, pero aesthetic. Sufrían, pero con el ángulo correcto.
Ellos creyeron que estaban conectados. Pero solo estaban más solos que nunca, gritándose en una habitación infinita donde nadie escucha, pero todos opinan. Cada like era una palmada que duraba menos que una notificación.
Y mientras el algoritmo los moldeaba con precisión quirúrgica, ellos decían que eran libres.
Que elegían.
Que creaban.
Pero no.
Solo se vendían, un post a la vez.
Sonriendo.
Sin saber que ya nadie los miraba.
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