En plena adolescencia, cuerpo fornido y a la vez ejercitado levantando piedras, pesados troncos y columpiándose diario en los travesaños de la casa, brazos y pectorales fuertes, jugando carreras con la carretilla, callosas manos, rostro bello y voz directa, de dientes blancos, pelo negro, nalgas duras y palabras fuertes.
A sus dieciséis adolescentes años, dueño de sus límites. Cuando todos duermen, robaba lo que fuera de las huertas, desde limones, tamarindo, elotes hasta implementos de siembra y cosecha para venderlos a cualquier gente y gastar ese dinero en drogas.
Vive con la misma puta en un cuchitril, sobre un colchón sucio y una silla de tijera.
Usa bóxer, de verga grande, que muchas soñaron acariciar hasta vaciarse alguna vez que lo vieron miar, largo y espumoso.
Días de canícula yendo en bicicleta al río, saltando a vagones de carga en movimiento por pura diversión, duro con niños vecinos subiéndolos a la camioneta destartalada, pisar hasta el fondo el acelerador, llegar a un baldío y dar vueltas y vueltas formando remolinos de polvo con motor rugiendo.
Luego ganar al tren y frenar en seco, peor recuerdo para los espantados chiquillos que agarrados hasta con los dientes, se sobreponían llorosos, bajarlos a gritos y mentadas de madre, solo así se hacen hombres y no pendejos cabrones, mientras a coscorrones y patadas pisoteaba su debilidad infantil, prometiéndoles nuevas pruebas de templanza para hacerlos duros como él.
Tipo sin miedo disparando a diestra y siniestra a latas vacías, envases de vidrio, matando a pedradas pájaros recién nacidos, gallinas y pichos de casas vecinas, balacear perros de la calle y rociar con gasolina y prender fuego a gatos.
Por las tardes a la espera de las muchachitas saliendo de la Primaria para, con dos o tres dulces palabras, llevarlas a donde nada ni nadie escuchara gritos de auxilio mientras saciaba sus instintos sexuales o diera a probar mota de la perra, de esa que lo hacía invencible.
Otras veces brincaba las bardas de la escuela y acometía en salones de clases o en carros viejos abandonados en alguna calle oscura.
Sin remordimientos, alterando la precaria salud de su madre diabética, perdido por días, repartiendo enfermedades venéreas ignoradas y reinfectando a más chiquillas que por voluntad, dada su atractivo y viril presencia, iba dejando su sello como los perros marcando territorio.
Embarazadas, golpeadas y obligadas a dejar su dignidad en sus manos.
Perseguido, acosado por similares hombres duros, semanas con intentos de secuestro y siempre burlando a sus enemigos.
Escondido con una de ellas, la más enamorada primero y decepcionada después, amenazándola de que no abriera la puerta a nadie, continuas cachetadas con puño cerrado, golpes en el vientre, intentos de asfixia con las dos manos o soguilla, pistola en la frente por si lo dejaba, embarazo en desarrollo infectada de clamidia.
Él meses escondido y ella hambreada, luego en plena noche cuando le estaban pisando los talones, salió sin decir nada, con alumbramiento sola, una niña enferma y luego meses sin tener nadie noticias de él.
Un hombre anciano arriba de su burro y con su perro, camino al cerro en busca de camotes para vender, lluvia intermitente, el can olisquea algo a ras de la tierra, sus ladridos hacen parar al viejo, con un palo pica la tierra y salen pedazos de pantalón, un zapato, huesos y una cartera.
Los peritos arman pieza por pieza, investigan, preguntan, insisten y concluyen; torturado y con tiro de gracia.
Muchacho duro como esos dientes de tiburón fue recogido hecho polvo y desasida su valentía.