Ella no gritaba. No usaba pancartas. No quemaba nada —todavía—. Solo pensaba, y eso ya era peligroso. Pensaba en la oficina cuando el jefe explicaba en voz alta lo que ella había dicho cinco minutos antes. Pensaba en la calle, cuando le decían “sonríe” como si fuera un botón roto de juguete. Pensaba en casa, cuando lavaba platos mientras él veía series sobre narcos feministas producidas por hombres.

Un día se hartó. No de los hombres, sino del guion. Ese donde ella debía ser fuerte pero dulce, rebelde pero depilada, madre pero joven, trabajadora pero disponible, libre pero sin molestar. Lo tiró a la basura junto con los catálogos de ropa “empoderadora” hechos por empresas que pagan menos a las mujeres en sus fábricas.

No se convirtió en mártir ni en heroína. Solo dejó de pedir permiso. Se atrevió a interrumpir. A decir “no”. A decir “sí” sin culpa. A ocupar espacio como si no fuera una concesión. Y el mundo —el cómodo, el tibio, el de siempre— se descompuso.

La llamaron exagerada, resentida, histérica, bruja, radical. Ella se rió. ¿Radical? Apenas estaba empezando a decir lo que pensaba.

Nunca quemó nada.
Pero ese día, sin querer, incendió un sistema entero.


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