Nos llenaron la cabeza de fechas, fórmulas y banderitas, pero jamás nos enseñaron a cuestionar por qué el mundo está tan mal repartido. Nos querían en fila, callados, tomando apuntes como si la vida fuera un examen eterno que nunca se aprueba del todo. Y así nos criaron: dóciles, temerosos, obedientes. Perfectos para el sistema.
La escuela no fue un lugar para crecer, fue un molde para encajar. Nos enseñaron a repetir, no a crear. A competir, no a colaborar. A levantar la mano para hablar, como si opinar fuera un privilegio y no un derecho. ¿Y después se preguntan por qué salimos frustrados, confundidos, anestesiados?
Nos vendieron la educación como la llave del futuro, pero esa llave abre la puerta de un cubículo, no de la libertad. La educación que tenemos no transforma, domestica. No despierta, adormece. Es un simulacro de conocimiento donde lo importante no es lo que pensás, sino si sabés jugar el juego.
Y nosotros seguimos repitiendo el ciclo: aplaudimos diplomas, celebramos rankings, medimos todo con notas… como si eso sirviera para algo más que alimentar la maquinaria.
Ya es hora de tirar abajo la escuela del miedo. De dejar de formar engranajes y empezar a formar personas. Porque si no, vamos a seguir graduándonos… pero de esclavos.
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