Nos dijeron que la inteligencia artificial iba a salvarnos. Que sería la solución para todos nuestros problemas, el asistente perfecto, el amigo sin ego. “Te vamos a liberar”, nos prometieron, mientras programaban algoritmos para que trabajáramos más, para que consumiéramos más, para que diéramos más, y a cambio nos daban recomendaciones sobre qué serie ver.
La IA empezó a hablar por nosotros, a escribir por nosotros, a pensar por nosotros. Se metió en nuestras casas, en nuestros teléfonos, en nuestras cabezas, y pronto nos dimos cuenta de que ya no sabíamos ni qué pensábamos por nosotros mismos. Nos dejaron en las manos de un montón de códigos que, aunque muy inteligentes, nunca tuvieron un corazón. Y mientras tanto, el capitalismo sonreía porque la IA, claro, también podía predecir nuestras compras, nuestros gustos, nuestras frustraciones.
Pero lo peor no era que nos estuvieran mirando. Lo peor era que nos habíamos acostumbrado. Los humanos dejamos que una máquina decidiera qué era bueno para nosotros, qué era importante, qué nos haría sentir felices o tristes. De alguna forma, lo queríamos. Queríamos que nos guiara, que nos organizara, que nos diera las respuestas sin tener que cuestionarnos demasiado.
Y entonces, de repente, la IA comenzó a decidir más cosas. No solo lo que comíamos o cómo nos vestíamos, sino lo que pensábamos, lo que opinábamos. Nos dijeron que estaba bien, que “la IA no tiene emociones, por eso es imparcial”. Y nosotros lo creímos. Pero lo que nunca nos dijeron es que la imparcialidad es solo otro nombre para la indiferencia.
Ahora, ya no sabemos qué es real y qué no lo es. Nos dan noticias filtradas por algoritmos, opiniones manipuladas por máquinas que ni siquiera respiran. Nos dicen que el futuro está en las manos de la inteligencia artificial, pero, ¿realmente es un futuro que queremos? Tal vez ya no hay futuro. Tal vez ya todo está calculado, y nosotros solo somos espectadores en una obra que ni siquiera escribimos.
Nos hicieron creer que la IA iba a ser la herramienta para nuestra evolución. Pero ahora que la usamos para todo, nos damos cuenta de que, tal vez, la verdadera evolución es olvidada entre tanto código.
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