Microepopeya geopolítica en tiempos de memes y misiles

Él no pidió ser héroe.
No quería trincheras ni discursos históricos.
Quería tocar su guitarra,
arreglar el techo de su casa,
llevar a su hija al colegio sin que sonara una alarma antiaérea.

Pero lo metieron en una narrativa gigante,
una de esas con banderas, propaganda y hashtags.
Lo llamaron patriota, lo armaron con un rifle oxidado,
y lo mandaron a morir por “soberanía”,
mientras los grandes jugaban ajedrez con tanques.

Allá arriba, los dioses de occidente mandaban ayuda
en forma de armas y tweets solidarios.
Putin sonreía detrás de su mesa larga,
la OTAN hacía cálculos con cara seria,
y todos decían que era por “valores”.
Pero nadie bajaba al lodo donde él temblaba.

Lo convirtieron en ícono, en estadística,
en mártir viral.
Mientras las marcas cambiaban sus logos a azul y amarillo,
y los influencers lloraban en stories de 15 segundos.

Él solo quería paz.
Pero la paz no cotiza en bolsa.
Y esta guerra da clics.

Así que ahí va,
entre minas, nieve y mentiras,
con el rostro sucio y el alma cansada,
luchando en nombre de un país que lo aplaude desde lejos,
y del mundo, que ya cambió de tema.


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