⚠ Advertencia temporal: esta historia ocurre en simultáneo en todos los tiempos en que se creyó que votar era lo mismo que decidir. ⚠
—Aquí van ustedes otra vez—
(dice la voz que flota entre épocas, esa que observa sin ser vista, la que habita en la cuarta dimensión: donde el pasado, el presente y el futuro se enredan como cables viejos).
—Cada cuatro años los veo, sonrientes, entusiastas, con papelitos en la mano como si fueran tickets dorados para una realidad mejor. Se toman selfies, hacen fila, y sienten que participan. Que cuentan. Pero ustedes no votan por el poder. Votan por el decorado.
En cada línea de tiempo, los mismos rituales: debates amañados, promesas en HD, pancartas, jingles ridículos. Una democracia de cartón con glitter, donde el que grita más fuerte se lleva el micrófono y el que piensa profundo queda fuera de cuadro.
Ustedes creen que deciden, pero solo eligen entre jaulas distintas. Y todas las puertas están cerradas con la misma llave que no tienen. Y los que sí la tienen… bueno, ellos no hacen fila.
Ellos financian candidatos como quien compra caballos de carrera.
—Y lo peor es que lo sabían.—
Desde hace siglos lo supieron, pero preferían tragarse el mito. Porque la verdad arde. Porque mirar la democracia podrida en tiempo real da miedo. Porque admitir que el sistema está diseñado para no escucharlos es como despertarse y ver que el reloj nunca funcionó, que el tiempo que creían vivir era prestado.
Pero no se preocupen —dice la voz, deslizándose hacia atrás, hacia adelante, hacia todas partes—
Siempre habrá elecciones. Siempre habrá esperanza embotellada. Siempre habrá una urna lista para recoger su fe.
Lo que no habrá, lo que se extinguió sin funeral, fue eso que alguna vez soñaron llamar poder del pueblo.
Fin. (¿O era inicio? ¿O reinicio?)
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