La epopeya no contada de los invisibles

Él nació sin elección,
con el futuro marcado por una balacera
y el aire lleno de polvo y miedo.
En su barrio, la ley era otra:
el plomo reemplazaba al pan
y el dinero venía en bolsas, no en sobres.

No fue un rebelde, ni un idealista.
Fue un sobreviviente.
El narco no le preguntó si quería ser parte del cartel,
solo le ofreció un “pase al siguiente nivel”.
Y él aceptó, claro,
porque a veces, para escapar de la miseria,
es necesario vender tu alma en cuotas.

Lo viste crecer,
pero nunca en las noticias.
Solo en los rumores.
“El de la moto”, “el del rostro tapado”,
el tipo que se cruzaba entre las sombras
y desaparecía antes del amanecer.

El gobierno gritaba,
los periodistas escribían en mayúsculas,
pero él, con su pistola cargada,
solo entendía una cosa:
el que controla las calles, controla todo.
Y nadie le decía lo contrario.

No había gloria, ni honor.
Solo balas que silban, pactos rotos,
y una muerte anunciada,
si no alcanzaba a huir antes de la próxima redada.

Al final, no fue un líder.
Fue solo otro cuerpo más
en el mapa del narco,
olvidado, mientras los grandes
seguían sonriendo desde sus escritorios
con cuentas llenas y carnicerías a su nombre.


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