Ellos pensaron que podían comprarlo todo. Las fábricas, los ríos, el aire. El futuro. Nos decían que el progreso no tenía precio, mientras talaban bosques y drenaban océanos, como si la tierra fuera un cartel de descuento en Black Friday. Creyeron que el planeta era un recurso más, que podían usar y explotar como si fuera su propiedad privada, porque, claro, todo se podía vender, incluso el futuro de los que no habían nacido.
Y nos lo contaban de mil maneras. Primero, con anuncios de coches “ecológicos” que aún despedían más humo que un cigarro mal apagado. Luego, con discursos bonitos sobre “energías renovables” mientras hacían que la tierra gritara por cada megaproyecto en nombre del progreso. “Lo hacemos por el bienestar de todos”, decían. Y todos aplaudían, mientras el calor aumentaba, los glaciares se derretían y el mar avanzaba.
Pero ellos seguían, tranquilos, con sus reuniones de alto nivel, sus vuelos privados y sus trajes impecables. Nunca les tocó vivir el sol abrasante que caía sobre los que no podían escapar de la ciudad. Nunca les faltó agua, ni comida, ni esperanza. Nunca les dolió el cuerpo cuando la tierra ya no daba lo que prometió.
Y así, poco a poco, el planeta se fue quebrando. No fue de un golpe, no. Fue un desgaste lento, como el desgaste de un sueño que ya no se puede retener. Nos decían que la culpa era de todos, pero la verdad es que solo unos pocos se llevaron el beneficio, mientras la mayoría miraba desde su teléfono, compartiendo hashtags sin salir del lugar donde el aire se hacía irrespirable.
El cambio climático no fue un accidente. Fue un plan, uno bien calculado, donde ellos sacaron todo lo que pudieron y nos dejaron con las cenizas. Ahora, miran desde sus torres de cristal y nos dicen que “es tarde para cambiar”. Pero la realidad es que nunca tuvimos la oportunidad de decirles no.
Y el planeta sigue gritando. Sólo que ahora, el grito es más fuerte. Y ya no está tan callado.
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