Ellos no tenían ejército, ni bancos internacionales, ni misiles con nombre propio. Tenían piedras, túneles, y una terquedad que les venía en los huesos desde generaciones de despojo. Y también tenían miedo, claro. Pero eso nunca salía en las noticias, porque el miedo de los pobres no es trending topic.
Ellos crecieron bajo drones que zumbaban como mosquitos con sed de pólvora. Aprendieron a distinguir entre el sonido de un F-16 y el de una nevera vieja. Su infancia olía a polvo, sudor y promesas rotas. Los llamaban “escudos humanos” mientras sus casas se volvían escombros con Wi-Fi.
Los otros —los que lanzaban desde lejos— decían que todo era en defensa propia. Que era una guerra limpia. Como si una guerra alguna vez pudiera ser limpia. Como si los cuerpos pequeños en bolsas blancas fueran daño colateral y no evidencia brutal de un sistema podrido que ya ni se disfraza.
Mientras tanto, ustedes —sí, ustedes— miraban desde la comodidad de su sofá, haciendo zapping moral entre un bombardeo y una serie de Netflix. Algunos lloraban. Otros compartían hashtags. La mayoría hacía scroll.
Y nadie se preguntaba qué tan jodido tiene que estar el mundo para que los niños empiecen a entender de geopolítica antes de aprender a escribir su nombre.
Un día, los que lloraban sangre dejaron de llorar. Porque ya no quedaban lágrimas, ni redes eléctricas, ni esperanzas. Pero dejaron escrito algo en las paredes rotas, con carbón y rabia: “La historia no se cuenta sola. La escriben los que resisten.”
Y esa frase —esa maldita y poderosa frase— todavía arde entre los cascotes, esperando que algún día alguien tenga los cojones de leerla sin mirar para otro lado.
0 Comentarios