Recién había pasado la Navidad de 1915.
La guerra había escalado a un nivel de salvajismo nunca antes visto en ningún conflicto.
Se habían emitido órdenes estrictas por parte de los altos mandos de no repetir aquella escena memorable del año anterior en la que soldados contrincantes se encontraron en medio del terreno que divide las trincheras. Los enemigos se saludaron, se abrazaron, se repartieron regalos, jugaron al fútbol y cantaron “Noche de paz”… En algunos sitios aquel gesto espontáneo duró desde el 24 hasta el 31 de Diciembre.
En el frente de Messines, Bélgica, hacía un frío incómodo, no paraba de llover y esto mantenía a los hombres, con la ropa húmeda, las botas mojadas, agazapados y sin modo de poderse mover con libertad.
A las 8:30 de la mañana; un Sol desganado y perezoso, alumbraba días grises; como por cumplir con las leyes de las órbitas, soltaba algunos destellos al mediodía; no más de 3 horas, y se volvía a esconder a las 4:30 de la tarde.
No cabe otra manera de describir el estado del tiempo en el Diciembre de aquella parte de Europa: Un clima de mierda, con un frío de mierda, entre menos 2 grados bajo cero en la noche y 4 grados al mediodía.
Días de mierda.
Enero de 1916. El general Sir Herbert Plummer los empezó a recibir… Los esperaba, más no así sus subalternos, ni la soldadesca. A pesar de que no había requerimientos sobre estatura y constitución física, los nuevos reclutas no encajaban con el tipo de combatiente joven atlético y despierto. Simplemente iban llegando al frente en camiones hombres viejos, de baja estatura, con barriga, barbas, canas, bigotes, muchos de ellos calvos; vestidos de paisano o con uniformes que les quedaban demasiado grandes o simplemente los hacían ver extraños. Algunos traían sus propios instrumentos de combate; palas cortas, whisky, tabaco, y unas curiosas crucetas de madera colgadas a la espalda, (Algo así como el espaldar de una silla) y la oculta euforia de descansar de la hediondez.
No formaban con aire castrense.
Venían de las alcantarillas de Manchester, de las minas de carbón de Glasgow, de la miseria de los campesinos de Irlanda, del humo de las chimeneas de Londres, de la supervivencia que se metía en las arrugas del rostro codificando el “know how” en el mapa de su ADN.
La guerra de trincheras se había convertido en guerra de topos. Los ingenieros alemanes empezaron a enviar a sus hombres con pico y pala a escarbar debajo de los surcos de sus enemigos, a la profundidad de cinco o siete metros.
Las primeras escaramuzas tuvieron éxito. Los soldados alemanes salían desde debajo de la tierra ametrallando, y matando por sorpresa. Los ingleses; al principio escépticos y reacios a la práctica, empezaron a utilizar la misma táctica, se cavaban túneles en la tierra de nadie para llegar al enemigo por sorpresa.
¡Pero ya no lo era!
La práctica se volvió tan común, que muchas veces se conectaban túneles con el enemigo que venía en sentido contrario por accidente y en la oscuridad o con la mortecina luz de una lámpara se atacaban con puños y dientes, se mataba con lo que tuvieran a la mano. muy pronto se empezaron a usar equipos de escucha bajo tierra y se revisaba con sondas metálicas el suelo de la trincheras y los topos eran enterrados vivos… La guerra, “La Gran Guerra” la Primera Guerra Mundial, en la que se perdió el honor entre los combatientes, el acuerdo de caballeros y las condiciones previas a los combates, como en Troya, Los Balcanes, Persia, Jerusalén o Waterloo. Esta guerra se estancó.
El protocolo de los combates con estandarte, redoble de tambor y tiempos para atacar, tiempos para retirarse y tiempos para sacar a los muertos del campo, recoger a los heridos y los trozos de vida de los sobrevivientes, ya no existía.
Al diablo las cornetas.
La perfección de las ametralladoras, la automatización de los fusiles,
Los primeros tanques, los primeros aviones, las primeras armas químicas… La sublimación del odio absoluto y lo más selecto de la idiotez humana en un laboratorio de muerte puesta a punto para un momento de muerte perfecta. Tenía como combustible el papel periódico y las primeras transmisiones de radio.
La cresta de Mesines, era una elevación de 80 metros al occidente de la ciudad con el mismo nombre, que hace parte del municipio de Ypres en Bélgica. Fortificaciones de trinchera forradas en hormigón con búnkeres y campamentos, eran habitados por tropas alemanas que ya tenían rutina de café, cartas a la familia juegos de Naipe y guardias gélidas, porque la guerra no avanzaba, ahí se detuvo. Francotiradores y nidos de ametralladora vigilaban las 24 horas en turnos de guardia por si a alguien se le ocurría del otro lado sacar la cabeza. Vigías con binocular y periscopio exploraban movimientos y buscaban soldados expuestos o descuidados para darles de baja al instante.
De vez en cuando, brotaban escaramuzas guiadas por algún oficial nuevo y entusiasta que llegaba con ínfulas de héroe… o pasaban aviones bombardeando con gas, que inmediatamente era evitado con máscaras. entonces todos parecían extraterrestres por una o dos horas, y los más afectados por las primeras explosiones, eran atendidos por ceguera parcial y algunas quemaduras. Así; cotidianamente, se pagaban la cuota de temeridad, los soldados de vez en cuando obligados a saltar de la trinchera era la moneda del odio. Sus cadáveres eran el precio como para cumplir con el trabajo, “La muerte heroica en el cumplimiento del deber”.
Abajo en el valle, los Ingleses al otro lado de la tierra de nadie, permanecía en la misma rutina y con la misma situación. El que levantaba la frente por encima de la línea de cobertura, era candidato a un tiro en la mitad de los ojos.
Del lado inglés ceso todo toda actividad por un día, como cuando un niño de 2 años se queda callado en la casa… Ya la madre sabe que está por ahí haciendo algún daño. Al día siguiente aquellos trabajadores de cañería empezaron su labor de excavar, no a cinco ni a 10 metros por debajo las trincheras enemigas, sino a 30 y 40 metros de profundidad utilizando una técnica de patada, qué consistía sentarse en el piso recostando la espalda contra aquel garabato de madera que fijaban detrás de ellos y enterraban la pala con los pies, después venían los que recogían la arcilla; llenaban sacos de aquel material y otro destacamento se encargaba de sacar toda esa tierra en vagonetas de rieles. Túneles de 1.50 m. de alto por 0.70 m. de ancho, seres de baja estatura, alumbrados por lámparas de aceite, sin mucho oxígeno. Algunas veces eran atrapados y muertos por derrumbes.
El trabajo duró 18 meses, con su técnica avanzaban el doble de rápido que el mejor grupo de excavadores alemanes. Se abrieron más de 8 kilómetros de túnel por debajo de la cresta y se colocaron más de 450 kg de dinamita, y Amonita repartidos en 19 puntos a lo largo del larguero.
El trabajo quedó terminado, la boca del túnel firmemente cerrada.
El día 7 de junio de 1917 a las 3:30 de la madrugada, el general Plummer dio la orden.
Después de un silencio eléctrico,
justo para que Dios se tapara los oídos,
en menos de 5 minutos más de 10,000 soldados alemanes fueron lanzados hacia el cielo, a la increíble altura de 1000 metros; con cobija, litera, fusil, colchoneta, o el suelo en donde dormían, destrozados por la explosión. Los que sobrevivieron, por algún fugaz milagro, fueron enterrados por la lluvia de escombros te volvió a tierra.
Fue una mega explosión, que se alcanzó a escuchar desde el continente hasta el mismo Londres, a 200 km. Los sismógrafos bailaron sus agujas frenéticamente, muchos pensaron que era simplemente un terremoto o un temblor muy fuerte… El cielo se iluminó 19 veces seguidas por 19 lenguas de fuego que brotaron de las entrañas de la colina por la compresión de los gases liberados.
En las calles y techos del pueblo llovieron soldados. Caían del cielo como muñecos de trapo… Brazos, cabezas, piernas, botas, cascos, cuerpos enteros, escombros de concreto y metal.
Una lluvia increíble…
Se completó el ciclo de la curiosidad bizarra, de gente que desde siempre ha dado testimonio de lluvias de sapos, peces, Maná del cielo en la bendición del éxodo, Sacrificios colectivos de pájaros que se estrellan contra el suelo… Esta lluvia fue una de seres humanos completamente real.
La explosión de la cresta de Messines fue la detonación más fuerte que conoció el hombre antes de que llegara la locura de Hiroshima.
Ya no había cresta, ni montaña, solo un cráter gigantesco. En menos de 5 minutos se alteró la geografía. El boquete sigue siendo testigo de la barbaridad que conlleva el odio humano… La que contradice las teorías filosóficas de que el hombre es bueno por naturaleza. Hay que ser muy malo en el universo para llevar a cabo y materializar una aberración tan grande como la guerra,
La pandemia por excelencia.
La violencia no tiene vacuna.