Ustedes se pasaron la vida corriendo detrás de relojes que nunca alcanzaban, de metas que nadie les explicó para qué servían. Se tragaron cursos de mindfulness entre reuniones que les chupaban el alma, como si meditar cinco minutos pudiera curar décadas de explotación emocional.
Decían que la salud mental era importante, pero solo si no les interrumpía la productividad. Hablaban de “empatía corporativa” mientras despedían a gente por llorar en el baño. Nos recomendaron pastillas, mantras, y apps que mandaban notificaciones tipo “¿Ya respiraste hoy?”, mientras el mundo se caía a pedazos.
Nos llamaron “inestables” por no querer vivir en un sistema que premia el cinismo, castiga la ternura y vende felicidad en cuotas. Nos diagnosticaron como si la tristeza fuera un glitch personal y no un síntoma colectivo de una sociedad que se olvidó de cuidarse.
Y claro, nos encerraron. Con etiquetas, con diagnósticos enlatados, con paredes blancas y sonrisas de enfermero mal pagado. Todo para no mirar su propio reflejo. Porque si se permitían sentir como nosotros, se les derrumbaba el Excel.
Pero lo que nunca entendieron es que los verdaderos locos eran ustedes: los que normalizaron el insomnio, romantizaron la ansiedad y se burlaron de la fragilidad ajena como si fueran invencibles. Hasta que, claro, también se rompieron.
Y entonces vinieron, cabizbajos, a preguntarnos cómo se vivía con el caos.
Y nosotros, desde el borde del abismo, solo dijimos: “Bienvenidos. Aquí al menos nadie finge estar bien.”
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