Eran ellas. Las hijas del hartazgo, las nietas del silencio, las que dijeron “ya basta” con glitter en el puño y rabia en el vientre. Marcharon, gritaron, escribieron en las paredes lo que nadie quería leer. Molestaron, como toda verdad sin maquillaje.
Pero el sistema, viejo zorro de mil máscaras, no se asustó: sacó su calculadora.
Y mientras ellas quemaban sostenes simbólicos, él fabricaba unos nuevos con lemas estampados, vendía “empoderamiento” en frasquitos de perfume y cambiaba la opresión por marketing con perspectiva de género.
Las que querían destruir el patriarcado, vieron cómo lo pintaban de lila y le ponían hashtags. Corporaciones se subieron al tren, políticos se sacaron selfies con pancartas ajenas, y el feminismo empezó a oler sospechosamente a oportunidad de negocio.
Ellas lo notaron, claro. Algunas se fueron. Otras resistieron. Unas pocas se tragaron el branding sin notar el veneno.
Y ahora, mientras en unos países pelean por no morir, en otros les dicen que “ser feminista” es comprar ropa con frases cool.
Lo que empezó como fuego, lo convirtieron en merchandising.
Y ellas, aún en la trinchera, lo saben: la lucha no se vende, pero les ponen precio igual.
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