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Estoy como el corroncho que le da en la jeta a don Venancio, el señor español que vende embutidos en la plaza, porque acaba de enterarse, en la escuela nocturna, de que los españoles nos descubrieron, nos conquistaron, nos colonizaron, nos robaron, nos sometieron, nos esclavizaron y todos los verbos que hemos sufrido como dueños del taparrabo.

Estudiando la historia de la biología política (que no es lo mismo que la biopolítica), me he sumergido en detalles que la extrema curiosidad permite, cosas que están ahí, pero que nadie tiene tiempo de observar: los antecedentes de cada uno de los personajes que han cambiado la historia de la humanidad.

Así me encontré con Oliverio Cromwell.

Sucede que este personaje, nacido en el campo, de nobleza rural (imagínense la flor y nata de Curumaní, por ejemplo), llegó a ser tan influyente, viniendo desde abajo, que terminó en la Cámara de los Comunes en tiempos del rey Carlos I, en los convulsionados años 1600.

Cromwell, convencido de que cada pensamiento era dictado por Dios, transmitió un liderazgo de tal magnitud que alcanzó a tener su propio ejército (el Ejército de los Comunes) y, entre idas y venidas, derrotó y capturó al rey en persona, abolió la monarquía y, contra todo pronóstico, junto con un grupo de jueces nombrados entre ellos mismos, ¡decapitó públicamente al monarca! Una abominación.

Comparativamente, para la mentalidad de esa época, eso era tan descabellado como matar al mismo Papa a garrote.

Era una verdad verdadera e irrefutable que el rey era nombrado por derecho divino.

La historia detrás del puritanismo y otras tantas prácticas religiosas fue parte esencial de los cambios en la Europa de aquellos tiempos…
(Eso explica por qué cuando llegaron los conquistadores a este continente, siempre iba el curita por delante con la cruz y la Biblia: era la legitimación de la sumisión del conquistado).

Pero volviendo al cuento: apenas ejecutado el rey, Inglaterra, increíblemente, se volvió una república. Cromwell fue nombrado Lord Protector del Commonwealth, que comprendía las regiones de Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda.

Pasaron un montón de vainas que ahora los eruditos llaman “hechos y actos políticos”, y el hombre al fin se murió en 1658, después de 9 años de relativa paz y de la consolidación de la supremacía inglesa en los mares, como uno de los hechos más relevantes de aquel régimen republicano.

El Lord Protector, quien en algún momento rechazó que lo nombraran a él mismo rey de Inglaterra, fue enterrado en la Abadía del Palacio de Westminster, donde los ingleses entierran a sus reyes, con ropajes y honores reales.

Oliverio dejó a cargo el título de Lord Protector a su hijo Richard, que no sirvió pa’ un carajo, se la pasaba jugando a las maquinitas todo el día, y se le cayó el negocio. En un mar de lágrimas de cocodrilo, vestiduras rasgadas y exclamaciones de arrepentimiento, se tuvo que restaurar la monarquía para detener el caos de una sociedad donde todo el mundo hacía lo que le daba la gana y todos querían mandar.

Aquí es donde salta el sapo.

El hijo del decapitado Carlos I, o sea Carlos II, fue nombrado rey.

Lo trajeron de Francia, le pusieron una corona, las otras coronas se las bebieron celebrando, y ya el hombre coronado de rey empezó con el cuento de Dios, el derecho divino y todo ese negocio del destino manifiesto.

Carlos se fue para la abadía donde estaba enterrado Oliverio Cromwell, lo desenterró, lo colgó de una cuerda, después le mandó quitar la cabeza y la colocó ensartada en un palito en el techo del Palacio de Westminster, donde estuvo exhibida por 25 años como recordatorio de que nadie debía meterse con la monarquía…

—Y por haber matado a mi apá… —decía el rey tomando fotos de la cabeza con el celular.

Ahí se hubiera quedado quién sabe cuántos años más, pero una tormenta la tumbó.
La cabeza de Cromwell, recogida del suelo, fue negociada en 1686 o algo así.

Esta parte de la historia me hace reflexionar sobre la dinámica del poder, los juicios de la historia y los efectos de la subversión.

Somos, relativamente, aquí en Latinoamérica, una sociedad muy joven. Y como todos los jóvenes, no vemos el ejemplo de lo que ha sucedido con la política y el poder en sociedades mucho más antiguas.

Algo más de 100 años después vino la Revolución Francesa, y otra vez decapitaron reyes. Esta vez por motivos políticos, aunque el fundamento religioso siempre estuvo presente en la investidura del rey…
Pero eso ya es otra historia, y les garantizo, jue’ madre… ¡qué historia!

Queremos experimentar de cuenta propia —así nos duela— las estupideces, las canalladas de los políticos, las consecuencias de la ambición por el poder… y navegar, de cuenta propia, los ríos de sangre que corren por nuestro suelo.


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Jorge Mario Yepes Velázquez
Escribe con un estilo muy impropio, rebelde e irreverente. Salta del dramatismo al humor con la misma facilidad que la humanidad salta de la cordura a la locura. Odia los moldes de la literatura convencional y llena de formalismos en la que los autores escriben aburridamente perfecto.