Nosotros lo supimos. Todos. Porque ella lo dijo. Lo gritó. Lo denunció. Lo posteó. Lo lloró frente a una puerta cerrada. Pero no hicimos nada. O hicimos lo de siempre: compartimos la noticia con un emoji triste, escribimos “qué horror”, y seguimos viendo la novela. Literal.
Nosotros fuimos los vecinos que escucharon los gritos y subieron el volumen. Los compañeros de trabajo que dijeron “ella también era medio intensa”. Los policías que pidieron “pruebas”. Los jueces que “no vieron riesgo”. Los amigos que pensaron que era exagerada. Los medios que titularon “crimen pasional” como si el amor tuviera algo que ver con el cuchillo.
Nosotros fuimos su entorno. Su mundo. Su país. Su condena.
Y cuando la encontraron —como siempre: tarde, sola, rota— nos hicimos los sorprendidos. Hicimos marchas, claro. Pusimos su nombre en carteles, en canciones, en hashtags. Pero también lo olvidamos. Porque otra murió la semana siguiente. Y otra. Y otra.
Nosotros seguimos votando a quienes dicen que el feminismo es una exageración. Seguimos educando hijos sin enseñarles a no matar. Seguimos criando hijas para que se cuiden, como si la culpa fuera de ellas por existir.
Nosotros decimos “ni una menos”, pero seguimos tolerando al tío que hace chistes, al amigo que acosa, al tipo que controla, al sistema que encubre.
Y ella ya no está.
Pero nosotros sí.
Y no estamos haciendo nada nuevo.
Y por eso,
mañana,
otra tampoco va a estar.
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