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Siempre me gusta asistir a bodas porque es tierno ver a los novios esperanzados. Todas las parejas que se desposan tienen una fecha de caducidad, pero la emoción las ciega. La dopamina y la aprobación social del evento les inyecta el optimismo necesario para aguantar mínimo un año juntos, aunque el novio le esté poniendo los cuernos a la novia y la novia no lo deje salir ni al bar de la esquina. El creerse valientes (y no saberse ingenuos) entre sus amigos emparejados que no han tenido las agallas para llegar al altar, los convence de la pureza de su vínculo. 

     Al menos la fiesta siempre es gozosa. Desde la llegada de la familia y amigos emperifollados con satín, charmeuse y lentejuela, hasta la despedida y  el tiro de fuegos artificiales. Pero la planeación del evento es todo un desbarajuste. La pobre Anita, vaya que le dedicó meses y meses a la planeación de las segundas nupcias de la tía Frida. Como ya se había casado una primera vez, no podría hacerlo de nuevo por la iglesia. Pero el chiste era hacer alarde de que a sus cuarenta y siete, aún se encontraba en “edad casadera”. Entonces, el espacio donde Ana acomodó la mesa del civil, tuvo que pedir que fuera arreglado para que luciera más pomposo y aludiera a un altar. Se puso un arco de flores, tres pisos de tarimas donde iría la mesa de las firmas, hasta un camino más elevado por dónde pasaría la novia para que simulara el pasillo de una iglesia. A falta de padre (porque a esa edad su padre había muerto hace una década) su hermano mayor la entregó. Y ni hablar del teatrito que montaron al ponerse el lazo, del “te entrego este anillo como muestra de mi fiel afecto”, de su vestido ampón blanco que representaba la virginidad y pureza, y de las madrinas cincuentonas vestidas con la misma tela azul aqua barata. Cabe resaltar que los novios no eran profesantes, pero vaya que las costumbres nacionales pesan más que la congruencia. 

     Para que todo el circo, maroma y teatro pudiera nacer, en un principio fue necesario que Anita supiera cuántos invitados se esperarían en la boda. El protocolo dice que toda la familia directa debe ser obligatoriamente invitada y la indirecta se valora de acuerdo a la relación que hayan tenido en el pasado, no en el presente. El hecho de no ver hace diecisiete años a la tía Gertrudis (y de que ni siquiera sea amable hoy día) no es relevante mientras siga siendo familia y nos haya recibido en su casa un veinticuatro de abril del dos mil siete. A la comadre que nunca fungió como madrina de los hijos también se le invita, a Mari la de la tiendita de la esquina, a Amada la de la estética a tres cuadras, a la nueva noviecita del sobrinito de catorce, a los papás de la noviecita, a los amigos del actual trabajo y del pasado trabajo, a los primos que viven en el gabacho aunque no tengan papeles para regresar, a la entrenadora del gimnasio, y a los tíos del pueblo de Juan José Ríos aunque nunca nos hayamos enterado que salgan de su municipio.

   Después de tener la lista de invitados, tuvieron que haber sido contactados, esperar su confirmación y entonces seguir con el acomodo de ellos en las mesas. Porque resulta que la comadre Chuyita estaba peleada con la Betty, y aunque fueran del mismo círculo de amigas, no las podrían sentar en la misma mesa. Tampoco a Jesús Ramón con el otro Jesús Ramón porque hace años que no se hablaban aunque ni ellos supieran la razón exacta. Pero una vez resueltos esos detallitos, se pudo pasar a la siguiente tarea: buscar quién estaría dispuesto a apadrinar a los novios.

     Los embaucados fueron el tío Chuyón y la tía Raquel, que fueron los padrinos de lazo,  Arturín y Chayito de anillos, Mariano y Paulita de pastel, Chabelita y Ramón del conjunto musical, José Carlos y Martina de refrescos, Salomón y Marichuy de brindis, Ricardo y Maribel de recuerdos y Sarita madrina de ramo. Al menos, por ser una ceremonia pseudo civil, nos ahorramos el desfile de los padrinos de velación, de cojines, de arras y de rosario. También dispensamos del típico “Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor”, lo cual se agradece.

     Para cuando terminase la ceremonia civil habría sido hora de que los novios hicieran su entrada triunfal. Las estrellas de la noche entraron al salón con esa canción que dice “¿Y el anillo pa cuando?” de Jennifer López. Desgraciadamente Filberto, el novio, se resbaló desfilando junto a la novia alrededor de la pista. Tal vez debido a esa suela lisa y sin usar de sus nuevos zapatillos costosos. De chiripa no sufrió ningún daño más que la vergüenza de que quedase grabado para la posteridad. 

     Lo siguiente que presenciamos fue el ramo: Se invitó a todas las señoritas a participar en la desesperada contienda por quien obtendría marido con mayor rapidez. Se les hizo bailotear en una fila alrededor de la zona central al son de “Callaíta” de Bad Bunny, ponerse un mini velo parecido al de la novia y subir las manos cada vez que el dj gritara “¿Dónde están las solteras?”. Después de que Aída se subiera a una silla, y lanzara las flores, Clarita fue la afortunada que las atrapó. La pobre que, a sus veinticinco años sólo había tenido relaciones informales y pasaderas, se vió aconsejada y animada por muchos para que consiguiera novio lo más pronto posible y aprovechara el buen augurio. 

     Acto seguido, el momento más sexy de la noche: el lanzamiento de la liga. Como es costumbre, la novia la llevaba puesta en la pierna y el novio debía quitársela frente a todos. Para amenizar la noche el conjunto musical tomó el micrófono e invitó a todos a observar como Wilber llevaría a cabo un baile seductor para la novia sentada en el centro de la pista. ¿Qué les puedo decir?… Filberto es mecánico, no bailarín. Empezó con su miradita provocadora y quitándose el cinturón mientras sonaba “Sexy Back” de Justin Timberlake en las bocinas. Caminaba muy varonil hacia su esposa con la seguridad con la que los mecánicos cobran de más por sus averías. Siguió con unos pasitos en dónde empujaba la pelvis hacia delante mientras tenía los brazos en alto. Dirty babe, you see these shackles baby, I’m your slave. Las luces de colores giraban a su alrededor. A falta de creatividad se volteó y continuó con unos movimientos en círculos de sus diminutas nalguitas dirigiéndolas hacia el pecho de la susodicha. Por último, empleó una pieza genérica que consistía en mover el trasero al estilo twerk y después se deslizó bajo el vestido de su amada para buscar la liga en su pierna. Todos gritaban. I’ll let you whip me if I misbehave. El vocalista de los músicos pedía aplausos. It’s just that no one makes me feel this way. Las luces se movían con más velocidad. Them other fuckers dont know how to act. Filberto salió triunfante del vestido con la liga en la boca y el puño en alto. Girl let me make up for the things you lack. Uh- huh.

     El conjunto continuó con su tercera tanda de música versátil alentando a los presentes que se congregaran para seguir celebrando. Cuando llegó el turno de las rancheras, la gente ya estaba más borracha que un adolescente en viernes sin supervisión. La tía Milena le pedía el micrófono al vocalista para ponerse a cantar su canción favorita. Cómo era tan insistente y molesta como un cadillo en el c… el hombre se lo concedió y todos nos chutamos tres minutos de disarmónicos quejidos de cabra vieja. Aunque el dj y el de las luces, al otro lado de la pista, parecían disfrutarlo porque le apuntaban los reflectores muy sonrientes. Era una señora de un poco más de un metro cincuenta de alto con el cuerpo de un camote. Emperifollada hasta las manitas, su vestido verde pasto lleno de lentejuelas resaltaba su silueta amorfa al cantar “Detrás de mi ventana” de Yuri.

     Para cuando se acercaba el término de la velada los niños pequeños ya estaban dormidos en las sillas, las mujeres habían perdido parte de su glamour al quitarse las zapatillas y ponerse chanclas, el primo cuarentón intentaba ligarse a la prima lejana que no conocía y los sobrinitos que asistían a la secundaria ya estaban fuera del salón tomando Pacífico a escondidas. Muchos jamás vieron el cofre donde se depositaban los sobres con el regalo en efectivo, pero los centros de mesa no pasaron desapercibidos. Todas las amas de casa llevaban sus alcatraces muy orgullosas y dos hombres jóvenes salieron con el arreglo de flores también en brazos (seguramente para ahorrarse el costo del detalle que darían a algún ligue reciente). Los cuetes tronaron en el cielo. Los músicos se despedían. Los familiares peleados se reían y reconciliaban. La gente aventaba confeti y cerveza en el aire. Dos o tres borrachos lloraban por razones desconocidas. La velada se iluminó con la luz del fuego. Me acerqué a mi tía para despedirme y desearle éxito en su segundo matrimonio e hice lo mismo con su ahora esposo que se desposaba por cuarta vez en su vida. Salí con unas nuevas chanclas puestas y con la sensación de no haber visto en toda la noche el cofre de los regalos. 


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