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Porque nací tartamudo.

Porque vengo de una familia que nunca tuvo demasiado.

Porque fui hijo único y, durante años, estuve solo.

Los niños de la cuadra se reían de mí. No hablaba bien. No encajaba. Así que aprendí a callar… y a leer.

Leía los libros viejos de papá, esos que el trabajo y el hambre le habían hecho olvidar. Estaban rotos, polvorientos, pero tenían algo mágico: no me juzgaban. No se burlaban. En sus páginas, podía ser quien yo quisiera.

Papá me decía: “Deja eso, hijo. Aprende un oficio. Esos libros no te van a dar de comer.”

Pero yo ya había probado el sabor de otros mundos, y me sabía a libertad.

A los ocho años, perdí a mi único amigo: un auto y un conductor borracho me explicaron, de golpe, lo que era la muerte. Ese día entendí que la vida es como una hoja en blanco: puedes escribir en ella, sí… pero algunas líneas no dependen de ti.

Empecé a escribir lo que sentía. Un día se lo mostré a mi padre. Me respondió: “Está bien, pero no pierdas el tiempo.” Así que seguí escribiendo en silencio. Para mí. Porque ahí, entre letras, no tartamudeaba. No era el niño torpe del barrio. Era yo, sin interrupciones.

A los doce, una maestra me dio un cero por escribir cinco páginas en vez de una. Me dijo que no soñara. Que buscara trabajo. Ese día me fui llorando a casa. Pero no me rendí. Me pregunté si alguien creía en mí. La respuesta fue: yo.

Fui creciendo. Supe más tarde que era adoptado. Que tenía autismo. Que mi padre había llorado tantas veces sin decir una palabra. Y que la vida no siempre te da abrazos, pero sí te deja elegir cómo seguir.

Seguí. Estudié. Me hice médico. Cardiología. Es irónico, ¿no? Me hice experto en corazones… y el mío sigue latiendo más fuerte cuando escribo.

Hoy sigo escribiendo. Porque ahí no me trabo. Porque ahí soy libre. Porque descubrí que no escribo para que me aplaudan.

Escribo porque lo necesito. Porque hay algo dentro que solo se entiende cuando lo veo en palabras.

Nadie me descubrió. Nadie me publicó aún. Pero escribo igual.

Porque entendí que a veces el mayor acto de fe no es esperar a que te lean…

…es escribir como si el mundo ya te escuchara.


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Alain Otaño