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A Cande, Jorge y Javier

 

Caíste,  Negro, después de andar de arriba abajo con tu mazorca al viento; caíste en la ruina de un autobús urbano del D.F., sin una tela hermosa, brillante, llamativa que cubriera tus sueños de hombre libre.

Cayeron imprudentes sobre camas de asfalto los dueños de la noche, del  vértigo, de las carreras locas sin más anhelo que vivir el instante; y ése fue el premio, irse sin más: flashazo de una nota roja de diario vespertino.

Entre ráfagas rojas se han ido estos otros, con la única gracia que llevaban a cuestas. Sin más afán que el cumplimiento de las tareas diarias, quizá, también la risa de una plática sana.

Testigos de una noche de ruido improcedente, de ruido terrorista insertado en su vida, en su escuela, en su cuerpo…

el rebote de sus cabezas en el suelo, sus cuerpos violentados, encerrados los cuerpos sin delitos ni culpas, en cajones metálicos, estériles…

 

Caíste, Negro.

Cayeron ellos.

Siguen cayendo, hojas de otoño perdidas en víspera de primavera.

 

Se han revuelto los días, las estaciones todas.

Cierra el invierno gris con un asfalto-cama que no había sido llamado al escenario.

 

Dos días después… el equinoccio, esperanza en follajes floridos, en tiernas hojas, como las hojas todas que custodiaron –bajo un azul sereno, un cerro enmudecido y el silencio de tantos–, la entrega de esos nombres a una placa mortuoria.


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Enriqueta Guadalupe Del Río Martínez