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La cabeza me duele como nunca antes: en la frente y en las sienes, agujas imaginarias punzan sin piedad. El sol resplandece de forma sobrenatural y me obliga a ver cosas que, en apariencia, son reales. Quijano, que va delante de mí, me grita que resista y siga avanzando, pero estoy seguro de que no podré más. La garganta me arde por la resequedad y mis piernas, aunque obedecen, cargan con el peso del mundo entero. Una ráfaga de viento arenoso nos golpea el rostro y, de pronto, siento que despierto de un sueño: la visión frente a mí me inyecta un último destello de energía y le grito a Quijano: “¡Wey, allá hay una carretera!”. Pero la figura del hombre que me guía —el que antes se erguía con firmeza, como si nada pudiera quebrarlo— ahora yace en el suelo, moribundo por la deshidratación.

Su apellido era Quijano, y vivió durante parte de su vida en un pueblo de Jalisco, de cuyo nombre no quiero acordarme. Desde que fuimos compañeros en la escuela, siempre se distinguió de los demás por su forma de ser: soñador e incongruente con la realidad en la que vivíamos. Creía que, si uno se esforzaba lo suficiente, podía alcanzar lo que soñaba; y mi peor error fue haberle creído.

Con el paso del tiempo, tuve que dejar mis estudios por la necesidad que embargaba mi hogar: mis hermanos eran muchos y yo, que para ese entonces ya había cumplido la mayoría de edad, me sentía tonto aprendiendo a redactar ensayos y leyendo cuentos absurdos sobre cosas que nunca pasaron ni pasarán. No así Quijano. Él adoraba leer libros y todo aquello que las maestras de literatura nos ofrecían. Incluso se preguntaba si los milagros podían ocurrir y si, como en los relatos de caballeros, existía alguien que llegara para resolver nuestros problemas o, por lo menos, echarnos la mano. Yo sabía que nada de eso sucedería, pero él insistía en creer que todavía podíamos aspirar a un futuro mejor.

—¡Santos! Tengo una maravillosa idea —me dijo un día, cuando fue a visitarme a mí y a mis hermanos en el sembradío—. ¿Qué opinas si nos vamos tú y yo al norte? Ya sabes, al otro lado. Tal vez yo, por fin, pueda ser un gran artista y tú ganar más dinero para mandarle a tu familia.

La ocurrencia me pareció absurda, pero la necesidad era mucha. Cada año nuestro trabajo valía menos, y las cosechas nos dejaban ganancias ridículas. Mis hermanos ya empezaban a alborotarse y, junto a otros sembradores, organizaban marchas y paros en las carreteras. Hasta en las noticias salían. Yo, en cambio, no los acompañaba porque debía cuidar de mi madre enferma, a quien no podíamos atender como Dios manda porque ni para eso alcanzaba. Estoy seguro de que, si mi padre viviera, estaría decepcionado de nosotros y de todos los que hemos permitido que pisoteen lo que es nuestro.

Aquella noche, después de la propuesta de Quijano, los sueños que tuve me empujaron a seguirlo. Había escuchado de otros que lo habían intentado y habían logrado llegar; y aunque también se sabía de quienes no corrían con suerte, yo quería intentarlo. Así que, al día siguiente, después de terminar mi parte de la cosecha, busqué a Quijano e hicimos el acuerdo.

Después de un mes de preparativos, íbamos en un camión de carga junto con otro montón de hombres. Nos apretujaron como cerdos y nos pidieron no hacer ruido durante el viaje. El olor a sudor era insoportable, y eso que yo estaba acostumbrado por las largas jornadas en los sembradíos. Pero ahí, sin espacio entre los cuerpos y las cabezas de cada uno, podía hasta escuchar sus pensamientos. Quijano, por otro lado, parecía no notar nada: ni el olor ni el cansancio por la posición en la que íbamos. Era como si conociera todo antes de que sucediera, como si estuviera inmerso en un sueño que ya conocía.

Cuando nos bajaron del camión, la noche nos recibió con una bofetada fría en la cara. Las estrellas brillaban más que nunca en medio de la oscuridad bestial del desierto.

—Pues órale, cabrones. A correr antes de que los vea la migra —exclamó el hombre que nos había llevado hasta allí. Al principio, algunos nos seguíamos para no estar solos, pero, con el paso de la noche, fueron perdiéndose, así como mis motivos para seguir con la aventura.

—¿Estás seguro de lo que hacemos? —le pregunté a Quijano, tiritando.
—¿Acaso tienes de otra, Santos? —respondió con una carcajada irónica.

Al día siguiente, los monstruos con los que nos encontrábamos se habían multiplicado: ya no era sólo el frío, sino el calor, el sueño y la sed. Esa horrible sed que se hacía cada vez más intensa, más dolorosa. Mientras caminábamos, de rato en rato miraba a Quijano; él seguía con el temple y la seguridad del día en que me arrastró hasta aquí. Y, a pesar de que yo sabía que muchos lo tenían por loco, le creía… o al menos trataba de hacerme creer que le creía.

—¡Quijano! —comencé a golpearle la cara cuando me percaté de su inconsciencia—. No me dejes solo, cabrón. ¿Qué no ves que ya hemos llegado a la carretera?

Señalo con un dedo tembloroso el horizonte, el mismo que se desvanece con el movimiento de la arena, y entonces me percato de que todo fue una ilusión. Aquello que parecía nuestra salvación había sido sólo un sueño, un delirio.

Recargo a Quijano sobre mis piernas y lo abrazo, desconsolado, derramando las últimas lágrimas que me quedan. Sus labios, rotos, tienen una mueca extraña. Por un instante creo que está bien, que sonríe, pero nuevamente es este calor infernal que me hace creer cosas que no son ciertas. Las lágrimas se secan en mis mejillas como las ilusiones de un final, y sólo le susurro al oído:

—Ay, Quijano… ¿y ahora quién va a cuidar nuestros sembradíos?


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