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En mi habitación me espera
un suéter oscuro,
un retazo de noche,
empolvado de cabellos estelares,
como si aún guardara —todavía—
la luz diminuta
de las estrellas
que dejabas al soñar.

A su lado descansa una caja
llena de palabras
traducidas a ladridos:
unos estridentes,
otros tan tenues
que parecían elevarse en el aire
como la partitura de un musical.

Y estaban también los aullidos nocturnos,
esa nota discordante
de la canción secreta
que sólo tú sabías cantar.

Cuando entro,
las pequeñas huellas aparecen,
siempre aparecen,
como un saludo silencioso:
rastros de un amigo
que, como un cometa,
cruzó la casa con la velocidad de un rayo.

Llegada,
impacto,
destello…
luces que por un instante
incendiaron el mundo entero.

Y ahora entiendo:
estos cabellos estelares
que reposan en mi suéter
no son restos de ausencia,
sino estrellas que recuerdan,
estrellas que guardan tu nombre,
estrellas de un pequeño héroe
que pasó por la tierra,
fugaz,
radiante,
como la alegría,
como la sonrisa,
como la compañía
que ahora falta en mi hogar.


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