Amanecía allá en la sierra, en el fondo de la cañada, la neblina aún no se levantaba.
En el cielo encapotado del páramo; la claridad del alba se retrasaba…
Componía en mi mente aquella escena poética para anestesiar mi miedo.
La oscuridad total me acompañó toda la noche. Después del bombardeo se oyeron gritos de agudos ayes, de carnes rotas por acero desperdigado, de estómagos estallados por esquirlas caprichosas de no sé cuántas puntas que girando impulsadas por las explosiones de Amatol de los morteros, abrían tambien mejillas, sacaban ojos y por igual destrozaban rodillas hombros y brazos.
Me quedé sin munición y pegué mi cuerpo a tierra en el crater de un Stokes, un charco de lodo y mierda de los 3 o 4 operadores de ametralladora que murieron por el impacto.
A nadie le enseñan a hacerse el muerto en la instrucción militar, yo simplemente hice de cuenta que si lo estaba… Cerré mis ojos y a mis oidos les encargué el final de aquel drama
Se fueron los que se fueron, volvieron los que volvieron salpicando los charcos con sus botas, recogiendo a los que gritaban ¡Mamaaaá! y lloraban como niños, enseñándome que cagarse del susto no era un mito, sino un serio asunto… Yo fuí uno de esos ejemplos.
Hubo un silencio después del llanto, miles de sapos entonces sonaban en concierto, presagiando un festín de moscas.
No me atreví a moverme en toda la noche. Cuando pude ver mi propia mano; me incorporé con cuidado de mi trinchera viscosa, solo en rodillas y codos, me arrastré azuzado por los ruidos del enemigo, oir sus voces me tenía aterrado. Ya hablaban pausado; y hasta reían en el otro idioma, aquellas voces se fueron apagando.
Lleno de barro y empapado me incorporé despacio, no encontré util aquel fusil mío resbaloso y tapado de aquello en que se convirtieron aquellos cuerpos estallados…
Empecé a recorrer un sendero por dos paredes flanqueado donde solamente cabía un hombre, o un pelotón en fila india. De pronto llegué a un estrecho donde solo se podía pasar de lado, pegando la espalda a la pared y a centímetros de la nariz la pared del frente. No pasaría un gordo ni metiendo el estómago.
Ya casi pasando al otro lado, me encontré a un soldado enemigo; empuñaba su rifle por encima de la cabeza en su mano levantada, yo solo empuñaba el cuchillo de pesca que mi padre me había fabricado en cuatro días, en su taller, cuando se enteró de qué yo había sido llamado.
-Mantenlo en la correa, atrás, en la espalda, no llames la atención ni lo presumas con nadie, con éste te cuidas el culo.
Lo dijo mirándome a los ojos de manera grave…
-¿Te acuerdas del Disston?
Inmediatamente recordé que él guardaba la hoja de aquel viejo serrucho como un tesoro. De aquel magnífico acero parió el cuchillo haciéndole el amor con una fragua y un esmeril de dos piedras. Sonreímos mi viejo y yo antes de despedirnos en la puerta del vagón con un abrazo.
Aquel soldado trató de bajar su rifle pero estábamos demasiado cerca, nos miramos a los ojos como diciendo; ¿de dónde saliste? estábamos igual de perdidos; el sitio era tan angosto que solamente podíamos maniobrar con una sola mano y la mía demasiado cerca de su axila.
El cuchillo casi se reptaba solo, sostenido por mi angustia penetró suave pero firme las veces que fue necesario en el pozo del sobaco saliendo por la clavícula y volviendo a entrar por debajo de su oreja… para que este señor; que yo no conocía, ya no me miraría más porque la muerte se coló dentro de sus ojos. El arma; que le debió prestar un servicio, se le convirtió en un fatal estorbo. El soldado no cayó al suelo, al doblar sus rodillas expiró allí de pie, atascado.
Me devolví por donde venía hasta donde encontré espacio para guardar la hoja en mi espalda. Ya con su arma en mi poder, me pegué a la pared en el espacio más ancho, listo a responder si alguien más venía. Esperé , dos minutos, mil horas, toda una vida en aquella grieta, el vaho de su sangre caliente hacía que saliera un vaporcillo y se regara al contacto con el frío como gelatina, como resina muy espesa, hasta que dejó de fluir.
De manera torpe y rápida jalé aquel cuerpo para destrabar el paso, descubrí que al otro lado arrastraba con la otra mano su pesado morral con rondas de munición, barras de chocolate y proteína, comida enlatada y en sobres. todo un equipo de supervivencia, tenis deportivos y un cuadernillo en inglés que por las fotos me decía que era un manual para francotirador, dos magníficas miras telescópicas, unos lentes nocturnos y la cartilla de instrucciones del rifle, Tac 50 para francotirador.
Me di cuenta que simplemente aquel desgraciado trataba de buscar algún sitio o una altura. Qué muerte más ridícula para alguien entrenado para estar por encima de cualquier combatiente. Siempre vi dentro de los francotiradores,
algo así como unos semidioses, desde que supe de ellos leyendo la batalla de Stalingrado.
Todavía conservo aquel rifle…
Todavía conservo el cuchillo… Todavía lo llevo conmigo… Algún día terminaré el poema de las madrugadas, cuando aquel soldado deje de mirarme a los ojos mientras lo estoy matando.