Hoy me desperté con la sensación de que algo no andaba bien. Miré el espejo y, como siempre, no vi nada más que a mí mismo, pero con la misma cara de siempre. Eso sí, en el bolsillo un par de papeles que no me pertenecían. Eran billetes, como si el dinero, esa cosa que tanto decimos que no importa, me estuviera llamando.
Pero el dinero sí importa, ¿verdad? Lo suficiente como para que dos gigantes se enfrenten en un combate a muerte, no con espadas, sino con aranceles. Como si una guerra de impuestos y sanciones fuera algo “civilizado”. Pero, por supuesto, nadie habla de las víctimas. Los peones, los que se levantan a las 5 am para llenar de energía la maquinaria, los que no tienen voz porque las voces están todas en los palacios de cristal, en las bolsas de valores, donde el “éxito” tiene la cara de un corredor de bolsa que nunca ha visto el sudor de su propia frente.
Hoy, el mercado es un campo de batalla, y la única guerra que importa es la que tiene cifras con ceros al final. Estados Unidos y China, los dos mayores jugadores, se lanzan misiles de aranceles mientras el resto de nosotros, como un rebaño de ovejas, tragamos el cuento de que estamos viviendo la “era dorada”. ¿Pero dorada para quién? ¿Para el banquero que se sienta en su trono de dinero o para el obrero que vive entre salarios precarios y subidas de precios?
Y así seguimos. Con el ruido de los mercados más fuerte que nuestras voces. Como siempre, nosotros somos los peones, y ellos… los reyes. Pero claro, todo esto es parte del juego, el gran juego de las naciones, donde no importa quién gane, siempre y cuando se venda el espectáculo.
El dinero, siempre el maldito dinero, es el verdadero protagonista. ¿Y nosotros? Nosotros somos solo los espectadores, riendo o llorando, pero sin poder cambiar las reglas del juego.
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