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Lo conozco desde que tengo memoria. Solía visitarme en las noches, cuando mis papás se iban a dormir y me quedaba solo en mi cuarto. Al principio dormía en mi clóset y otras veces se escondía debajo de mi cama. A diferencia de otros niños, su aparición nunca me causó miedo. Por el contrario, cada vez que aparecía me sentía acompañado. En las mañanas, cuando bajaba a desayunar Zucaritas con leche, les contaba a mis papás sobre su presencia, aunque ellos nunca me creían. Pienso que en realidad decidían no hacerlo…
—Este niño ve demasiada televisión —le decía mi papá a mi mamá mientras leía su periódico, y ella sólo se encogía de hombros mientras me miraba dudosa, como cuando un médico examina a su paciente.

Conforme fui creciendo, él también lo hacía. Cuando entré a la primaria, pasó de tener el tamaño de un ratón al de un perro chihuahua. Sus ojos eran grandes y redondos, y el cabello, que le crecía por todo el cuerpo, cambiaba constantemente de color. Sin duda, era una criatura extraña, de esas que ni siquiera en los cuentos de fantasía aparecen. Un día tuve la idea de presentárselo a mis amigos de la escuela. Así que decidí meterlo en la mochila y llevármelo. Él se mostró inquieto, pero después logré convencerlo con algunas galletas.

En el receso, les anuncié a mis compañeros que tenía una sorpresa. Les conté que se trataba de un amigo que vive en mi clóset. Primero no me creían, pero cuando vieron que la mochila se movía, el interés despertó. Todos querían ver qué guardaba en el interior. Al abrirla, la criatura sacó su cabeza y entornó los ojos para ver a todos los niños. Los gritos fueron espantosos. Todos corrieron a la entrada del salón justo cuando iba entrando la maestra, quien cayó al piso con un golpe seco tras la avalancha de niños.

Llamaron a mis padres y me suspendieron por haber asustado a mis compañeros. Yo traté de hacerles entender a mis papás que no había hecho nada, que se asustaron por la criatura que vive en mi clóset. Ante tal revelación, mis padres enfurecieron y me hicieron jurar que nunca volvería a mencionar tal cosa. Desde ese día, los niños de la escuela me apodaron el freak o “rarito”. Cada vez que intentaba acercarme a alguno de ellos para jugar, se alejaban o me ignoraban, así como mis padres ignoraban la presencia del monstruo en la casa, quien perdía cada día el color de su cabello.

Conforme fui creciendo, la historia se fue desvaneciendo. Al iniciar la preparatoria, nadie recordaba el incidente y me había rodeado de nuevos amigos. La criatura nunca volvió a tener color en su cabello: se hizo gris y lúgubre, y rara vez salía del clóset. Durante las noches, yo solía poner una película de romance o un musical, ¡me encantaban! Aunque tenía la firme creencia de que, si le platicaba a alguien lo que veía, la historia del freak se repetiría.

Sólo en esas noches de película, la criatura salía y se acercaba a mí como cuando era niño. Se ponía tan feliz que hasta parecía que su antiguo color regresaba. Había crecido y ahora alcanzaba el tamaño de un gran oso. Sin embargo, su presencia se había convertido en mi más grande secreto.

Una tarde, después del entrenamiento de futbol al que me había inscrito mi papá, conocí a Gabriel. Era un chico inusual, le gustaba mucho ver películas, el rock en español y hacía teatro. Pero lo que más me llamó la atención es que su género cinematográfico favorito era el romance y los musicales. Sentí algo extraño en el estómago, pero estaba feliz. Esa noche, la criatura salió y se veía diferente. Su cabello se había erizado y había adquirido un color rosado. Sus ojos brillaban más que nunca. Se sentó junto a mí en la cama y entonces comencé a hablarle sobre Gabriel. Estaba tan alegre que comenzó a emitir extraños silbidos. Cerré la puerta para que mis padres no lo escucharan y yo pudiera reír con él.

Gabriel y yo nos hicimos cada vez más cercanos. Salíamos siempre que podíamos e incluso me saltaba los entrenamientos de futbol. Íbamos al cine y después nos íbamos a un parque a platicar sobre las películas. Me gustaba escucharlo porque tenía una forma muy bella de entender el cine. Un día vimos una película sobre un monstruo. Algo en mí se sintió atemorizado y no era por la película, sino porque no había sido sincero del todo con Gabriel. Así que le propuse ir a mi casa esa tarde.

Cuando llegamos, mis papás no estaban en casa. Subimos directo a mi cuarto y puse un disco para relajar el ambiente. Gabriel se acomodó en la cama. Yo lo miraba de reojo, nervioso. Tenía tantas ganas de contarle todo que no sabía por dónde empezar.

—Quiero mostrarte a alguien —dije al fin.

Se rió un poco, pensó que hablaba de alguna mascota. Caminé hacia el clóset y, con el corazón acelerado, abrí la puerta. Al principio no pasó nada. Me sudaban las manos y estuve a punto de cerrarla, de inventar cualquier excusa. Entonces lo vi: sus ojos redondos brillando en la oscuridad, el cabello erizado de un color morado con destellos rosados. Salió despacio, enorme, ocupando casi todo el espacio del cuarto.

Me quedé helado, esperando con angustia el grito de Gabriel. Pero no sucedió. Lo observó en silencio y luego me miró a mí.

—Es increíble —susurró.

El monstruo se recostó a nuestro lado, como si llevara años esperando ese momento. Gabriel extendió la mano y, para mi sorpresa, la criatura no huyó: dejó que lo tocara. Yo no pude contener mi sonrisa y ellos me siguieron. Esa tarde el cuarto se llenó de una alegría que no recordaba haber sentido nunca y al fin entendí, con alivio, que mi monstruo ya no viviría nunca más en el clóset.


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