Ellas están muertas,
y el sistema sigue mirando,
como si su vida no hubiera contado,
como si no valiera nada
más que un titular de prensa
que se olvida en un par de días.
Les llaman estadísticas,
números en un informe,
pero eran alguien,
eran hijas, hermanas, madres,
y ni el “descanso eterno” les da consuelo,
porque las mataron por ser mujeres,
y el mundo sigue girando
como si nada.
El macho,
con su ego hinchado,
con su mano levantada
y su corazón podrido,
sigue suelto,
como si nada hubiera pasado,
como si la impunidad fuera su derecho,
mientras nos dicen que el feminicidio es “un caso aislado”,
como si la sociedad no hubiera creado el monstruo
que vive entre nosotros.
Pero no es un caso aislado,
es un ciclo,
una condena repetida,
es el miedo que se cuela en cada rincón,
en cada calle,
en cada espacio donde ellas ya no pueden estar seguras,
y no hay justicia,
solo silencio,
solo la indiferencia de quienes prefieren mirar hacia otro lado.
Y el grito de ellas
se ahoga en la sombra del poder,
en la cultura machista que sigue siendo ley,
en la hipocresía de un sistema
que prefiere proteger al agresor
que condenar al asesino.
Ellas están muertas,
y nosotros estamos vivos,
pero ¿a qué precio?
Porque mientras el feminicidio siga siendo un tema olvidado,
seremos cómplices todos.
Y ni siquiera sabemos qué hacer
con tanta sangre derramada.
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