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Había algo especial en aquella biblioteca. No tanto por su arquitectura, con techos altos y lámparas que colgaban como lunas apagadas, sino por el silencio. Un silencio espeso, profundo, que parecía no haber sido interrumpido nunca. Cada paso sobre las baldosas crujía como un secreto mal guardado, y hasta el roce de las páginas sonaba como un susurro en voz alta.

Ella había llegado temprano, casi al abrir. Llevaba días buscando un lugar donde escapar del ruido de todo lo demás, y allí encontró su refugio. Eligió un libro grueso, de esos que invitan a quedarse. No le importaba demasiado el tema; lo importante era la promesa de perderse en él. Se sentó en una mesa al fondo, entre dos estanterías viejas, donde la luz llegaba en franjas tenues a través de una ventana polvorienta.

Al principio, leyó sin distracciones. Un par de personas entraron y salieron. Otras hojeaban libros más adelante. Pero con el paso de las horas, la sala se vació. No supo exactamente cuándo quedó sola, pero lo notó. Lo sintió. Como se siente la ausencia de una presencia, como si alguien se hubiera marchado sin despedirse.

Entonces, ocurrió.

Primero fue una brisa. Leve, casi imperceptible. No venía de ninguna parte, y sin embargo, pasó. Movió apenas un mechón de su cabello y acarició las páginas del libro con una suavidad que no parecía accidental. Levantó la vista. Nadie. No se oía nada.

Volvió a leer.

Pero el aire cambió. Ahora olía distinto, como a hojas antiguas, no del libro, sino del tiempo. Y luego vino el sonido. Un leve roce. Como de papel arrastrándose. O tal vez pasos. O el crujido de una tabla que ya no soporta guardar silencio.

Alzó la vista otra vez.

Nada.

O eso creyó.

Volvió al libro, pero ya no podía concentrarse. Las palabras parecían temblar en la página. Lo que leía —una escena tensa, una figura acechando a la protagonista desde la penumbra— comenzó a parecerse demasiado a lo que ella misma empezaba a sentir. Como si el relato la estuviera mirando. Como si algo se moviera también entre los estantes de la biblioteca, justo en ese momento.

Un susurro. Apenas un murmullo. Podía haber sido una página pasando sola… o una voz. No distinguió las palabras, si es que las hubo. Pero sí supo que no estaba completamente sola.

Se puso de pie. Caminó despacio entre las estanterías, esperando encontrar a alguien. O algo. Cada paso parecía más pesado que el anterior. Los libros la miraban desde sus lomos gastados, como si supieran algo que ella no.

—¿Hola? —preguntó en voz baja, por no romper el equilibrio del lugar—. ¿Hay alguien?

El silencio respondió, pero no del todo. Hubo un eco leve, o una risa contenida, o tal vez el suspiro de un personaje que no quería volver a dormir entre páginas cerradas.

Regresó a su asiento, sin respuestas.

Terminó el capítulo. Cerró el libro. Pero antes de irse, lo miró una vez más. No estaba segura si había leído aquella línea final o si la había imaginado:

“Ella no sabe que la estamos leyendo.”

Se marchó sin mirar atrás.

A veces, los personajes también necesitan sentirse reales. Aunque sea por un rato.


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Alain Otaño