El sol de la tarde caía suavemente sobre la vieja casa, pintando de dorado las paredes desgastadas por el tiempo. El viento, casi imperceptible, movía las cortinas que ya no tenían vida, como si quisieran seguir el paso de quienes ya no las tocaban.
Caminó despacio por el pasillo, el sonido de sus propios pasos resonando en el vacío que antes había estado lleno de risas, de historias contadas al calor de la cocina, de manos arrugadas que tejiendo paciencia con cada movimiento. Las habitaciones parecían susurrar su nombre, pero no era la misma casa. Ya no era la casa de la abuela.
Recordó cómo, de niña, se sentaba junto a la ventana a observarla trabajar en su jardín. Las flores que había plantado con tanto amor parecían ahora tan lejanas, pero seguían allí, al fondo, como vestigios de una vida que ya no se repetía.
El salón, vacío ahora, olía a viejo, a lo que queda cuando los recuerdos se disuelven en el aire. La mesa de madera, tan familiar, ya no tenía el brillo que antes reflejaba en las tardes de domingo, ni las tazas de porcelana dispuestas cuidadosamente para la merienda. Todo lo que quedaba era un eco, un peso que apretaba el pecho y le robaba el aliento.
El espejo en el pasillo ya no reflejaba más que el polvo y el olvido. Los cuadros en las paredes, testigos mudos de una vida llena de momentos que ya no existían. Cada rincón parecía gritar en silencio: todo se fue, todo se fue.
Salió al jardín, donde las flores seguían creciendo, aunque nadie las cuidaba ya. Algunas se habían marchitado, otras seguían en su esplendor. Era como si las flores fueran las últimas que quedaban de la abuela, las únicas que se aferraban a un lugar que ya no podía retener a nadie.
Se arrodilló junto a las rosas, tocando suavemente los pétalos que aún conservaban el color vibrante de antaño. Y entonces, como un suspiro, entendió que solo quedaban: flores en el jardín.
