El teatro sangriento de la ideología rota

Él no era un monstruo,
no tenía cuernos ni cola,
pero llevaba un peso que no era suyo:
un nombre cargado de odio,
y una causa que ni siquiera entendía del todo.

Lo entrenaron en la oscuridad,
le pusieron ideas explosivas
y le vendieron una revolución que no existía,
solo promesas de “justicia” y “liberación”.
Lo llamaron soldado de la fe,
mientras en su mente solo había polvo y ruinas.

No quería morir,
pero ser un mártir era su única salida.
Se le enseñó a ver al otro
como un enemigo sin rostro,
como una cifra más en la estadística del caos.
Lo empujaron al borde,
y él saltó, porque el vacío no tenía retorno.

Los gobiernos aplaudieron desde sus guaridas
cuando cayeron las bombas,
y la prensa lo amplificó con su voz de ultratumba.
“¿Por qué?”, preguntaron,
como si no supieran que las semillas
de la violencia siempre son alimentadas
por los miedos que nunca se enfrentan.

Al final, él fue solo una chispa,
un eco en la guerra de nadie,
mientras las potencias se sacudían las manos
y los inocentes pagaban con sus vidas.
El terrorismo no tiene rostro,
solo máscaras que se intercambian cada vez que la historia se repite.


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