Él se levantó, como todos los días, mirando el mapa de su país. Ucrania, un nombre que ahora está en todos los titulares, como si fuera un trozo de carne en la mesa de los poderosos. Pero él, ¿qué sabe de eso? Solo sabe que su casa está lejos de las capitales, lejos de los discursos llenos de promesas y banderas. Para él, el conflicto empezó hace mucho, mucho antes de que los grandes países decidieran que era su turno de “salvar” a alguien.
Los tanques rugen por las tierras que alguna vez fueron de trigo, y en lugar de cosechas, ahora solo crecen ruinas. Los soldados avanzan, pero no hacia la paz, sino hacia un terreno que ya ha sido dividido. Y mientras el mundo entero le da vueltas a las mismas palabras de siempre—”soberanía”, “derechos”, “intervención”—él solo sabe que su familia tiene hambre y miedo. Los grandes actores no hablan de hambre, solo de cuánto “costará” la guerra, como si se tratara de una inversión en el mercado de valores.
Nadie menciona a los muertos sin nombre, a los niños que ya no juegan en las plazas. Solo se habla de estrategias, de bloques, de alianzas. Y él, en su pueblo perdido, se pregunta qué tiene que ver su vida con todo eso. El mundo lo ve desde lejos, con ojos que solo se enfocan cuando el petróleo o el gas están en juego. Los discursos de “democracia” y “libertad” suenan vacíos, vacíos como las calles que una vez fueron su hogar.
La guerra sigue, los poderosos continúan jugando su partida en el tablero global, pero para él no hay partida, solo supervivencia. Y en ese juego, el costo no se mide en monedas ni en porcentajes, sino en los días que le quedan a su gente antes de que todo desaparezca.
La gran farsa del este, en la que los intereses se reparten y las vidas se venden al mejor postor.
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