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Soñé que era un hombre. Estaba en mi cumpleaños ocho, o tal vez el siete. Mi pastel tenía dibujado con merengue el nombre que me había sido impuesto. Yo siempre desconocí ese nombre extraño. Me rodeaban niños de mi edad mientras me cantaban las mañanitas con desgano. Ellos eran los mismos que me jalaban el cabello, me soltaban patadas furtivas y se burlaban de mi forma de hablar.

Por encima del pastel podía ver a mis padres, esperando la hora de que la fiesta se acabara para volver a ser los mismos de siempre, desatar los gritos sobre el otro y volver a lanzar los objetos contra la pared. Y los ojos terribles de mi padre, mirándome siempre. Yo solo quería quitarme el trajecito azul porque picaba, me picaba mucho.

 

 

Soñé que era un hombre. El picor de aquel trajecito me recorrió tanto que me llevó al mareo, hasta la borrachera en ese tren que va de aquella ciudad a esta. No sé cómo me dejaron subir así, creo que nadie se dio cuenta. Mientras cruzaba el valle a bordo, fui recorriendo los vagones, cada uno más oscuro que el anterior. Me tambaleaba, respiraba la humedad que se filtraba por las ventanas, y repetía su nombre para que no se me confundiera entre tantos otros que llevaba guardando.

Cuando llegué aquí ya se me había bajado la borrachera. Les pregunté a dos o tres por él y me dijeron que se había ido de largo porque el tren va a parar hasta el otro lado del mundo. Yo le había dicho que lo quería al lado mío, o tan lejos que no pudiera alcanzarlo, y como ya no traía para volver a subirme al tren me quedé aquí, en la deriva.

 

 

Soñé que era un hombre sentado sobre la arena, afuera del lugar más curioso y encantador, desde donde las luces me pintaban de colores. Una habitante del lugar me tendió su mano y me rescató del suelo. Ella me dijo su nombre verdadero, no el impuesto, uno tan real que podía saborearse. Al preguntarme por el mío, brotó de mis labios, como el agua nace del pozo, mi nombre verdadero. Logró encontrar salida de entre tantos otros que venía cargando.

 

Finalmente estoy despierta de los días que he dejado atrás. Ya no busco mi nombre entre la arena, ni entre las lenguas de las serpientes, lo encontré y es el mismo que tienen las flores que nacen del agua. Uno tan verdadero que es incapaz de ser dicho por las mentiras.


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Alejandro Ceja