María secaba una vez más las lágrimas de sus ojos, se veía tan bella… volvió a retocar su maquillaje con cuidado y luego pegó sus largas pestañas postizas. Llevaba puestas lentillas y había pintado sus labios de rojo.
Al fin se había decidido. Laura y Martha la convencieron de aceptar la cita con Esteban, un muchacho que había conocido por Facebook. Laura incluso le prestó aquel vestido color vino que hacia juego con sus uñas acrílicas y aretes colgantes. Sus amigas le decían que debía salir de dentro de esas “cuatro paredes” donde refugiaba su alma, aun temiéndole a la soledad. Habían quedado a las nueve y eran solo las siete y cincuenta y dos y ya estaba lista.
Vivía sola en aquella inmensa casa. Creció sin padre, éste le había abandonado cuando nació y su madre había muerto hacía ya un par de años. Desde entonces no salía de su casa, deseaba mucho explorar el mundo y plantar su bandera… pero sentía miedo, tenía solo diecinueve años y frente al espejo era toda una mujer.
En la espera, recordaba su primer amor imposible, aquel muchachito, hijo de la jefa de su mamá. Cada vez que lo veía llegar a casa, no podía evitar mirarlo de arriba abajo. Su madre se había dado cuenta desde la primera vez y a partir de entonces la mantenía siempre en el cuarto hasta que se marchaba la visita. Durante mucho tiempo pensó solo en él, hasta le compuso una canción…
El reloj marcaba las ocho y veintitrés, a María le temblaban las piernas. Sabía que al cruzar aquel umbral comenzaría una nueva vida. Los altos tacones le molestaban un tanto y caminaba de un lado al otro para dominarlos e ir calmándose a la vez.
Esteban llegó diez minutos antes, pero no alcanzó a tocar el timbre: María lo había visto desde su ventana y enseguida abrió la puerta. Se encontraban frente a frente, y con un dulce gesto él le tomó la mano. Ella le sonrió, recogió su cartera, sus llaves y cerró la puerta.
María estaba feliz, se mostraría por primera vez al mundo y, también por primera vez, dejaría de ser… Manuel.