Te despiertas, como todos los días, con el ruido del mundo perforando tus oídos, pero hoy es diferente. El cielo está más gris, y no es porque haya nubes. Es el polvo de la tierra que, por fin, parece haber reclamado lo que le pertenece: más muerte, más odio. Gaza, una palabra que suena como un eco lejano en tu cabeza, pero con la que te topas a diario en los titulares. El mismo conflicto de siempre, ¿no?
Te dicen que es una guerra, pero en realidad, ¿quién está luchando? Los poderosos, esos que se sientan cómodos en sus oficinas de cristal, rodeados de papeles y números. Tú, como siempre, solo miras desde lejos. En las noticias, todo parece muy “razonable”, muy “legítimo”. Pero ¿quién define lo que es legítimo? Ellos, claro. Los que tienen las armas, las que ya no son de hierro, sino de dinero. El que paga manda, y si tú no tienes, simplemente eres un espectador más.
Pero mientras tú lees la noticia, en Gaza, un niño juega entre los escombros. No sabe qué es el odio ni la geopolítica, solo sabe que su casa ya no está. Pero eso no importa, ¿verdad? Porque el ciclo continúa, y las víctimas se cuentan en números que desaparecen tras unos días. Las madres siguen enterrando a sus hijos, las lágrimas se secan, y tú sigues con tu café en mano, porque todo esto es “demasiado complejo” para comprenderlo. ¿Lo es?
En esta guerra, las fronteras son invisibles, pero las consecuencias, no. Te lo repiten una y otra vez: “es por la paz”. Pero cuando hay tanta destrucción, ¿dónde está esa paz? Ahí, en medio de las ruinas, en la esperanza rota de los que siguen soñando con algo mejor, mientras los demás siguen vendiendo armas y vendiendo la idea de que todo está bajo control.
Y tú sigues, como siempre, sin mover un dedo.
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