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A la muerte de la Bolena, Enrique Tudor siguió campante.
Al día siguiente, seguidamente, siguió con la que seguía: Jane Seymour, una joven calladita y sumisa, todo lo opuesto a Ana, a quien le había servido de dama de compañía. Solo se demoraron cinco minutos mientras Enrique se quitaba el luto y lo colgaba en el ropero.

Para acallar los chismes y los secretos a voces, diez días después del entierro de Ana Bolena… se casaron.
Hasta Hollywood estaba escandalizado.
La revista TV y Novelas titulaba:

SE DEFIENDEN DEL ESCÁNDALO

Y en la portada se veía la foto de Enrique y Jane en bolas, en los carnavales de Río.

La revista londinense OK Magazine sacó un fotoreportaje de Jane, con imágenes de la nueva reina al lado de la piscina, luciendo un monokini, sombrero y sandalias moradas, tomando margaritas.

“AL GORDO LE GUSTA DE PERRITO”
Se tituló la nota.

La dicha le duró solamente un año. Jane quedó embarazada y dio a luz, ¡por fin!, a un carajito al que le pusieron Eduardo, en honor al actor mexicano Eduardo Capetillo (Jane no se perdía ni un capítulo de Marimar).

E inmediatamente estiró la pata.
Tristeza nacional.

En entrevista concedida al noticiero del mediodía, la matrona que asistió a Jane en el parto y recibió al vástago mostraba su extrañeza, pues refirió que el parto había sido sin complicaciones y que ella había recibido al niño y limpiado correctamente a la reina Jane con el mismo trapo con el que limpiaban el mesón de la cocina.

La reina murió a la semana del alumbramiento, de fiebre y congestión en la pandereta.

Eduardo VI solo vivió 15 años, a consecuencia de que lo habían limpiado con el mismo trapo.

Poco le importó a Enrique quedar viudo de nuevo. Al contrario, le estaba empezando a gustar la idea de ser, periódicamente, el soltero más cotizado de la pradera.
Pero la viudez no le había sentado bien. Desde el mismo año en que murieron sus dos primeras esposas, en uno de sus torneos a caballo, sufrió un derribo, un golpe en la cabeza y una herida en la pierna.

A pesar de que fue tratado con el avanzado método científico de:

“Sana, sana, colita de rana”,
su salud empezó a deteriorarse.

Mentalmente andaba tan confundido como Adán el Día de la Madre, y la herida de la pierna no le cicatrizaba… se ponía una curita y ya.

La ruptura por capricho y calentura de Enrique VIII con la Iglesia de Roma fue, sin embargo, el trampolín para que salieran autores a la palestra a cuestionar la doctrina católica. Por Alemania se expandía el protestantismo y las tesis de Martín Lutero, un influencer que criticaba el negocio de los Papas con las indulgencias… ya saben, ese negocito de perdonar los pecados a cambio de dinero.

En las iglesias estaban las tarifas colgadas en la puerta:

  • LA MANO EN AQUELLO …….. £500.oo
  • AQUELLO EN LA MANO …….. £650.oo
  • AQUELLO EN AQUELLO ……. £1.500.oo
    Se aceptan todas las tarjetas.

Ya el mundo había dejado de ser redondo, y los europeos hacían sus barbaridades en el Nuevo Mundo, descubierto por Cristóbal Colón.
Al otro lado de Gibraltar, Solimán el Magnífico —en el extremo más oriental del Mediterráneo— propagaba la fe del islam.

En Londres, Enrique, completamente absolutista, se volvió un rey tan cruel que fue capaz de matar a su amigo y confidente Thomas More por estar en desacuerdo con la ruptura con la Iglesia y desconocer la autoridad del Papa.

Fue una época de mucha tensión: volaban cabezas porque sí y porque no.
Ese cuento de la religión mezclado con analfabetismo e ignorancia es bien peligroso…
(Uno diría que es una parte sustancial de la historia de Inglaterra; de Enrique VIII en adelante, todo giró en torno al tema de la fe.)

Poco más de tres años duró soltero Kike, y en 1540 se volvió a casar con una tal Ana de Cleves, que no era ni tan “tal”.
Era hija de los reyes de Alemania y el matrimonio se hizo para consolidar una alianza protestante que le hiciera contrapeso a Carlos V (en ese momento el monarca más poderoso de Europa: rey de España, miembro de la Casa de Habsburgo, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y señor de las tierras del Nuevo Mundo bajo el Tratado de Tordesillas), en su ofensiva por acabar con el protestantismo en Europa.

Pero resulta que Enrique salió estafado con el dichoso matrimonio.

Acá les cuento el chisme:

Como aquel fue un matrimonio arreglado por correo, concertado entre embajadores y sin noviazgo alguno, Enrique envió a un retratista para que hiciera una pintura de la futura esposa.

El pintor, queriendo agradar a la corte alemana —y seguramente con dinero debajo de la mesa—, pintó a Ana de Cleves graciosita, como Blancanieves.

El rey, al ver el retrato, se entusiasmó… y la mandó traer para el casorio.
Cuando Ana estuvo frente a frente con el rey, la decepción del soberano inglés fue absoluta.

Se casó con la muchacha por puro compromiso, y para no perder la plata de la fiesta, porque ya estaban contratados: la orquesta, el club, los meseros, el trago, y la presentación de Michael Jackson… Todo pago por adelantado.

Resulta que Ana tenía el cuerpo de Arnold Schwarzenegger y la cara del general Noriega de Panamá. Así cuentan los historiadores que a la niña, en el colegio, le decían “la cárcel”… por los barrotes.

En la noche de bodas, el recién casado se salió a la terraza a tomar aguardiente antioqueño, y cordialmente le dijo a la novia —que ya estaba en baby doll— cuando ya estaba entonado:

—Qué pena, niña, pero yo a usted no me la como ni jugando parqués.

Ana, conociendo los antecedentes violentos del rey, aceptó gustosa, con una sonrisa que no le llenaba los ojos… y el peluche intacto.

Enrique, por cortesía, esperó seis meses… y anuló el matrimonio.
La nombró Ilustre hermanita del Rey, le dio varias propiedades, pensión vitalicia, acción en el Club Campestre y tarjeta de crédito con cupo ilimitado.

La reina alemana se convirtió en amiguis de las hijas de Enrique, y jugaba naipe con las amantes…

(Continuará)


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Jorge Mario Yepes Velázquez
Escribe con un estilo muy impropio, rebelde e irreverente. Salta del dramatismo al humor con la misma facilidad que la humanidad salta de la cordura a la locura. Odia los moldes de la literatura convencional y llena de formalismos en la que los autores escriben aburridamente perfecto.