Las ollas raspadas de mi abuela sueltan el vaho de los tomates ácidos del desierto. Entre la áspera fricción de las palillas de madera y el preparado mágico que hierve, se escucha la música escapando por sus dientes. Esta cocina, roída por la arena y las tormentas eléctricas, encierra un olor profundo a humedad por tanta sangre de gallinas y puercos que mi abuela ha desollado.

Ella abre la puerta del refrigerador cada que mi abuelo la llama. Pienso que quizá espera congelarse el tímpano para escucharlo cada vez menos y dejarnos a los nietos esas historias repetidas de sus labios que cantan los tiempos mezclados con dureza: la primera lluvia que presenció en el pueblo, el nacimiento de su hermano que terminó con la sequía, y el mío, que la trajo de nuevo.

Ella mueve el caldo con más fuerza, intentando ahogar el sonido de sus muelas trituradas. Se cubre los ojos con pedazos de cebolla para disimular el llanto y nos sirve con rabia la comida. Nos cuenta con la mirada; sabe bien que alguno de nosotros no comerá para alimentar a otro. Para ella es claro el sacrificio: tomará agua o pan, o lo que sobre.

Se sienta con la cabeza agachada para verse las manos temblorosas y evitar la orquesta de mordiscos.
—¿No tienes hambre, abu? —y ella niega con la cabeza.

Mi abuelo sube el sonido del televisor, y la vibración de su antena nos mueve hasta los zapatos. Come la mitad del plato y le pasa el resto a mi abuela. Nos observa con los ojos vacíos, con un sermón encerrado en sus pupilas que contienen las penas aprisionadas.

Ella come silenciando los pedacitos de muela bajo su lengua. Él azota la puerta de metal de la cocina y se dirige a la calle. Mis primos se llenan los dedos de comida para hacer mapas en la mesa y bolitas de servilletas como misiles. Yo la veo con los ojos ocultos tras mi copete. Me regresa la mirada y deja impregnado el olor a clavo de sus manos en mi mente.

Detiene el triturar de muelas y su mirada se queda quieta en el caldo rojo… Si ella comía las sobras del abuelo, ¿qué comerían las gallinas hoy?


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Laura Verónica