No sé en qué momento pasó, pero un día desperté y mi dignidad costaba menos que una caja de cereal con NFT coleccionable. Me miré en el espejo con la misma cara de siempre, pero ahora tenía un código QR tatuado en la frente. Me dijeron que era para agilizar las transacciones emocionales.
Trabajo vendiendo emociones. Literal. Risa enlatada, indignación viral, nostalgia de cuando las hamburguesas eran de carne y no de impresión 3D. Todo lo empaqueto en reels de 15 segundos, porque dicen que si dura más, ya no es rentable.
China me vendió mi cepillo de dientes. Estados Unidos me vendió la idea de libertad. Europa me vendió remordimiento gourmet. Yo solo quería un café que no supiera a tratado internacional.
Un día, mientras masticaba una oferta 2×1 de dignidad cultural importada, me pregunté si alguna vez fui libre o solo fui una app de mí mismo esperando una actualización. Spoiler: la actualización nunca llegó, pero sí llegó una notificación que decía: “Tu alma ha sido compartida con fines publicitarios. Gracias por tu consentimiento implícito.”
Ahora hago scrolling eterno en la trinchera de mi sofá, viendo cómo bombardean con likes las ruinas de lo que una vez fue el pensamiento crítico. La guerra comercial ya no es entre países, sino entre versiones de mí mismo vendidas al mejor postor.
Y aquí sigo. Inerte pero monetizable.
Porque al final del día, lo único que no han logrado meter en un carrito de compras…
es el silencio.
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