Nosotros sabíamos. Siempre supimos. Que el barrio se llenaba de camionetas blindadas cuando caía el sol, que las casas con cámaras hasta en el baño no vendían empanadas, que los funerales jóvenes no eran casualidad. Pero callamos. Porque el silencio también da de comer.

Nos acostumbramos a ver al narco como si fuera un emprendedor con mal branding. El “jefe” daba trabajo, compraba juguetes en Navidad, arreglaba la cancha. Más eficiente que el alcalde. Más presente que el Estado. Y más peligroso que decir la verdad en voz alta.

Nos indignamos cuando cae una avioneta, pero aplaudimos cuando esa plata financia la fiesta del pueblo. Criticamos la violencia, pero cantamos corridos como si fueran himnos nacionales. Y cuando hay balacera, nos tiramos al suelo y al rato seguimos como si nada. Porque el miedo también se normaliza.

Nos contaron que la culpa era del consumidor, del campesino, del vecino, del extranjero. Nunca del sistema que permitió que la muerte se volviera rentable, que la vida se tasara en gramos, que la justicia fuera un mito con logo de multinacional.

Nosotros crecimos entre rejas, alarmas y series de narcos en Netflix. Y lo peor: aprendimos a admirarlos. Porque ellos, al menos, tenían poder. Y nosotros… nosotros solo teníamos miedo.

Pero eh, mientras no nos toque a nosotros, todo bien, ¿no?

¿No?


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