Tú no querías guerra. Querías wifi estable, una cerveza barata y que no te llegara más spam de criptomonedas. Pero un día amaneciste con el algoritmo empapado de banderas, himnos y mapas que nunca supiste ubicar. Te dijeron que eligieras bando, que compartieras, que opinaras fuerte. Que si no te indignabas, eras cómplice. Pero si te indignabas mal, eras agente extranjero.

Y ahí estabas tú, soldado de sofá, rifle en forma de tweet, disparando opiniones en trincheras de comentarios. Mientras tanto, allá, en la tierra donde caen los misiles de verdad, alguien igual que tú moría por órdenes que nunca escribió. Ni leyó. Ni entendió.

Te vendieron que todo era blanco o negro. Que unos eran los buenos y los otros los malos. Pero cuando quisiste leer más allá del titular, te topaste con una muralla de desinformación pintada con logos de medios que se alimentan de sangre en HD.

Putin, OTAN, Zelensky, gas, dólares, propaganda, memes. Todo mezclado en el mismo guiso indigesto que te tragás todos los días mientras esperás que alguien —quien sea— diga “ya basta”. Pero no pasa.

Porque mientras vos subís historias con banderas, ellos venden armas. Mientras vos peleás con tu tío en Facebook, ellos negocian contratos. Mientras vos te angustiás por la humanidad, ellos hacen cálculos.

Y lo peor: te hicieron sentir importante. Como si tu indignación en mayúsculas pudiera cambiar algo. Pero sos solo otro dato. Otro clic. Otra emoción monetizable.

Te metieron en una guerra que no entendés, para que no mires las otras guerras que sí vivís todos los días. La del alquiler, la del supermercado, la del silencio en las noticias cuando el muerto no es blanco ni europeo.

Y así te tienen. Marchando en círculos virtuales, mientras allá…
siguen cayendo bombas.


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