Yo lo vi nacer, al narco. No en las selvas ni en las series de Netflix, sino en los despachos con aire acondicionado, entre políticos con sonrisas de billete y policías con manos largas y miradas cortas. Lo parimos entre todos, pero nadie quiere firmar el acta de nacimiento.
Al principio era un susurro, un favor, un maletín con efectivo y promesas. Después fue una camioneta con vidrios polarizados, una fiesta con corridos prohibidos, un barrio donde los niños aprendían a contar con cartuchos en vez de lápices.
Y yo… yo no dije nada. Como tantos. Me callé. Porque el miedo paga, y también porque a veces la miseria no deja elegir entre lo correcto y lo que alcanza para comer. Pero un día me di cuenta de que ya no era miedo: era costumbre.
Vi a curas bendiciendo sicarios, a noticieros maquillando masacres, a influencers posando con narcolujos como si fueran trofeos de vida. Y entendí que el monstruo ya no se escondía. Se volvió cultura, moda, meta aspiracional.
Y lo peor: me empezó a gustar.
La adrenalina, el respeto forzado, las miradas esquivas que me hacían sentir dios. Hasta que un día, en una fiesta con más polvo que aire, un chavito me dijo “gracias por enseñarnos el camino, patrón”.
Y ahí me quebré. Porque ese camino estaba hecho de cuerpos, de huérfanos con nombre y de madres gritando frente a fosas.
Así que sí. Yo lo crié. Y lo alimenté con mi silencio, con mis excusas, con mis ganas de salir del lodo sin importar a quién pisara. Pero ya no quiero ser su padre. Ni su patrón. Ni su cómplice.
Solo quiero que me perdonen los que ya no pueden.
0 Comentarios